sábado, 5 de marzo de 2016

La mayoría absoluta


Artículo de Manu Ramos

En España llevamos prácticamente 80 años de mayorías absolutas. Obviando los pactos puntuales que tanto el PSOE como el PP han tenido que hacer con los nacionalistas, todos los demás gobiernos se basaron en apoyo a un partido de Estado de forma mayoritaria. Quizá alguno me lea extrañado por la cifra que he dado al principio y es que incluyo el periodo dictador Franco ya que tuvo su propio partido de Estado (el Movimiento Nacional), totalitario pero al fin y al cabo partido. Tanto como el Partido Comunista de la URSS. Otra cosa es que se impusiera en el poder por las armas, la legitimidad del 18 de julio, pero como dijo Maquiavelo “el fin justifica los medios en la medida en que triunfen los fines”. Y Franco triunfó hasta el día de su muerte. Incluso muerto, pues raro era el que sin tener una pistola apuntando a su cabeza no se reconociera franquista. Triunfo franquista también el de continuar su régimen mediante una reforma y camuflarlo de democracia: lo que tenemos hoy.

Quiero comenzar, no obstante, despejando desde el comienzo la ingenua idea de que votar tiene que ver algo con la libertad política o la democracia. Sí, lector, con  Franco  también  se  votaba. El español cobarde tratará de argumentar que había coacción y falta de libertades. Bien, hoy el régimen dice -en clara contradicción jurídica- que votar no sólo es un derecho (político) sino que es un deber (cívico). Si es un derecho, es imposible que sea un deber. Pero esta contradicción jurídica, proverbio del régimen actual, es parte de las letanías que se repiten hasta la saciedad para moldear las costumbres hacia la aceptación de la falta de libertad política que vivimos.

Las votaciones no son sino una fuente de legitimación que el poder busca en la masa para justificarse luego. También es una forma de decisión colectiva sobre asuntos que afectan al colectivo en cuestión. Sin embargo, esto segundo es secundario y menos habitual. Basta decir, como ha dicho Pedro Sánchez alguna vez, que se trata de una decisión no vinculante. Ya está puesta la trampa. Votar es hacer el juego a quien convocó la votación simplemente yendo a votar. Sin embargo, no voy a aprovechar esta vez el generoso espacio que los amigos de “El Demócata Liberal” me ofrecen para hablar otra vez de la abstención activa como forma deslegitimadora del régimen. Voy a centrarme en el concepto básico de “mayoría”, a la hora de tomar una decisión mediante votaciones.

Desde el pensador Marsilio de Papua (1275-80 – 1342-43), se reconoce el poder de legislar al pueblo, a la nación, al conjunto de ciudadanos. Este pensamiento tan moderno en el sentido histórico señala al pensador italiano como un adelantado a su tiempo, a caballo entre la Edad Media y la Moderna. La idea de que la potestad legislativa es sostenida por el conjunto de la nación lleva a plantear qué parte de la nación, en concreto, debe elaborar las leyes finalmente. Marsilio de Padua, en su libro “Defensor Pacis”,  entiende a toda la nación como un cuerpo al que llama universitas civium, y esta corporación puede dividir su pluralidad en dos partes: la maior pars y la melior pars. La primera sería la plebe, el vulgo. La segunda es la mejor preparada, competente y atenta a los asuntos públicos. Aunque los segundos están más preparados para elaborar las leyes, es el conjunto del universitas civium el que tiene la potestad para aprobar dichas leyes por mayoría. La herencia medieval vinculaba de una forma muy férrea al representante con el representado mediante el mandato imperativo (prohibido por nuestra constitución) y observaba las costumbres de cada región para elevar a un miembro de la melior pars como representante.

Pasando por encima de la corrección política que evidentemente condena cualquier excelencia dentro de la sociedad, la melior pars serían los diputados electos en cada votación. La clave de dicha elección, uninominal (es decir, de una persona), es que tiene que ser realizada por todo el conjunto de ciudadanos y mediante mayoría. Este señor del siglo XIV estaba describiendo el parlamentarismo, la representación política de, por ejemplo, Reino Unido en estos días. La convención de que las decisiones se toman por mayoría no puede ser rastreada hasta su origen en la Historia pues se trata de algo tan generalizado y remoto que, aunque probablemente se encuentre el primer documento en el que aparezca una decisión tomada por mayoría, la tradición de resolver conflictos según lo que apoye la mayor parte de los decisores es una costumbre social tan arraigada como la de dar la mano para saludarse.

Esta costumbre, esta convención fruto de siglos de convivencia social, está también arraigada en la sociedad española a pesar de la propaganda socialdemócrata de este régimen. Esos 80 años de mayorías absolutas, a pesar de no tener democracia ni representación, son fruto de la natural tendencia a aceptar que tenga el poder el que más apoyo directo reciba. Cuando no está claro quién ha ganado y se hace una coalición, lo natural es el rechazo pues nadie entiende que se esté respetando su voto. El que vota quiere que gane su candidato y que el otro pierda. Incluso en el parlamentarismo de Reino Unido, donde sólo tienen mayoría simple para elegir el diputado de cada constituency (distrito), aborrecen de los pactos para gobernar. La expresión que usan es hung parliament o parlamento colgado. A la vista está de cómo les ha ido en la pasada experiencia con el gobierno de los conservadores y los lib-dem de Nick Clegg. Es una de las deficiencias de la vida política parlamentaria, que no es democrática y provoca los dichosos pactos de gobierno, ajenos a cualquier compromiso con los ciudadanos.

En Andalucía el gobierno del mini-estado de la Junta está sostenido por un pacto entre el partido Ciudadanos y el PSOE. En estos días el jefe del partido naranja por estos lares dice que no está satisfecho con el cumplimiento del acuerdo de gobierno. El teatro de la partidocracia lleva a estas escenas telenovelescas de reproches y promesas, ficciones para hacer creer a los incautos que existe un control entre los miembros de la oligarquía, que Ciudadanos tiene integridad y que el PSOE cumple lo que promete. El pacto de la oligarquía sólo sirve para encontrar un equilibrio y aferrarse al poder. Si alguien espera que ese poder se autorregule puede esperar sentado. Como dijo Montesquieu, un poder sólo se frena ante otro poder y el reparto de cuotas tras las votaciones se realiza completamente al margen de los gobernados. Sólo importan los cálculos partidistas. Aún así ustedes oirán a los oligarcas decir: “el pueblo quiere un gobierno del cambio”, “los votantes lo que quieren es la estabilidad”, “lo que nos han pedido es que pactemos”, “hay una mayoría silenciosa que dice”... y demás frases demagógicas que no tienen ninguna justificación más allá que la de cubrir sus verdaderos tejemanejes.

No quieren acatar la decisión de la mayoría porque no son demócratas. No respetan el principio de representación. Prefieren pactar entre ellos porque el pueblo es demasiado tonto como para saber lo que quiere. Ellos se consideran la melior pars, eso sí, sin control de la maior pars. La realidad es que esta oligarquía de partidos está fuera de la sociedad civil, fuera del universitas civium de Marsilio de Padua. Están incrustados en el Estado, subvencionados por el Estado, protegiendo su casta al margen de los gobernados. Puntualmente, como gesto de cara a la galería, realizan el teatro de sacar unas urnas para que los adeptos al régimen confirmen su adhesión y repartan cuotas de poder que ya se encargará la oligarquía de ajustar a su conveniencia.

Aquel famoso “programa, programa, programa” de Anguita es fruto de la ingenuidad del que piensa que hay control de dicho “programa”. Todos y cada uno de dichos programas serán traicionados en este régimen pues, como decía cínicamente Tierno Galván, “los programas están para no cumplirlos”. Uno por ingenuidad, otro por cinismo, apelan a un documento que nadie lee porque nadie confía en él pues no hay control ni exigencia ni entre los poderes del Estado ni de los electores hacia su supuesto representante (que en España no tenemos).


Tengo aún esperanza en que la costumbre de considerar al más votado como el necesario receptor de la representación sirva de base para devolver a España un sistema electoral por distritos que ya tuvimos, con candidatos uninominales y elegidos por mayoría (a doble vuelta si es necesario) y recuperando el mandato imperativo que se haga efectivo mediante la revocación de dicho mandato si el candidato no cumple su “programa, programa, programa”. Mientras tanto, lo que tenemos es este apaño de pactos entre oligarcas del Estado, al margen del resto de españoles entre los que se encuentran desesperados compatriotas, cobardes en espíritu, que agachan la cabeza al observar el espectáculo y murmuran: “a ver si se ponen de acuerdo y nos dejan en paz”. Fieles seguidores del aforismo de Franco que dice: “usted haga como yo y no se meta en política”.



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