domingo, 12 de julio de 2015

Tribulaciones de un andaluz en Irán (II)

Reportaje de Rafael Glez. Gª de Cosío

"De cómo se puede encontrar a los mejores compañeros de viaje"

Europa, en realidad, no es más que un monumento a la superpoblación mundial. Y ésta es la madre del cordero, la fuente de casi todos nuestros problemas: el mercado laboral está saturado, la eficiencia está a la orden del día, todo tiene que ir super deprisa, hay que ser mejor que el otro y, cuando nos acostamos, nos retorcemos al pensar que al día siguiente nos espera lo mismo. Con este ritmo frenético, nos olvidamos de los pequeños detalles de antes, perdemos modales, nos detenemos menos en una conversación, disfrutamos menos de cualquier tontería de la naturaleza.

Para huir de esto, el hombre inventó las vacaciones. Supuestamente, durante las vacaciones, siempre que no te las interrumpa un tarado con una kalashnikov, uno desconecta y se sumerge en un mundo más tranquilo. Pero hete aquí que, con la masificación del turismo -otra de las ventajas del capitalismo- el viajero se topa con la misma gente que se encuentra en la oficina, en el metro, a la salida del colegio al recoger a los niños: gente malhumorada buscando su reposo. Por eso mismo hay que huir de los sitios masificados. En los lugares recónditos y vírgenes está la gente abierto a lo nuevo, a lo diferente.

Efectivamente, una de las ventajas de ir a Irán, como otros muchos países que a un turista europeo no suelen pasársele por la cabeza, es que los aventureros que uno se encuentra allí son especiales porque también están buscando la diferenciación. Estos destinos ofrecen la garantía de encontrar personas que van buscando algo más que descanso: persiguen el riesgo, lo desconocido y, en definitiva, el crecimiento personal. Al menos es el caso del modesto autor que esto escribe.

Vuelvo la vista atrás en mi viaje por la antigua Persia y recuerdo a Mischa, suizo de 42 años que vendió su tienda de deportes en Lucerna para embarcarse en un viaje en bici a China. ''Llevas tantos días pedaleando solo por Turquía que de repente tienes ganas de hablar con alguien'', me dice con algo de pena. Luego tenemos una conversación sobre la vida, las relaciones y los joy clubs del mundo germánico, donde la gente queda para intercambiar parejas durante una noche. Y hablamos de ello por las calles de un país que prohíbe un simple beso en la mejilla en público. Eso es revolución y no desnudarse con la bandera gay en un país que abusa de sus derechos y olvida sus deberes.

Misha con la bicicleta

Ya conté la historia de mi amigo Amir en el primer capítulo de esta crónica, así que me centraré en otros locales que me han abierto las puertas de su casa y su corazón. Paseando a 40° entre las paredes de adobe de las casas viejas de Kashan, me encuentro a un hombre con sombrero dispuesto a orinar en una esquina. Al verme anula la misión, y se sorprende cuando me ve fotografiarle a él y su hija. Pero no lo rechaza: posa y sonríe, y luego me pregunta de dónde soy. Ispanya, contesto, y su sonrisa se hace más grande. Me dice que él es un inmigrante afgano, y de inmediato me invita a entrar en su casa, escaleras abajo, donde me sirven agua, té turco y sandía. Intercambiamos palabras en español y afgano, nos contamos como podemos nuestras historias y, de repente, me llevo el choque del día. Tras contarme que uno de sus hijos allí presentes es sordomudo (y lo compruebo fácilmente), me ofrezco a darles 15 € (no mucho, era lo que podía permitirme en un país donde no se puede sacar dinero) para un aparato que, ellos dicen, les sale muy caro en Afganistán e Irán. El padre lo rechaza de inmediato y ordena que la mujer traiga té verde.

Rafa con un afgano, en casa de éste

La situación me rompe todos los esquemas, y la introspección a la que me veo abocado -qué orgulloso soy yo en cambio, y con qué gusto habría cogido dinero de un turista amable si hubiera sido pobre!- me invita de repente a salir de esa casa-sótano, huir de tanta humildad, volver a subir a la calle y ponerme a discutir con cualquier europeo, quizá porque es lo único que sabemos hacer los europeos.

Y pese a nuestra arrogancia, muchos iraníes adoran a los europeos. Es el caso de Farse, un estudiante de administración de empresas que se acercó a mí en una plaza de Shiraz. Yo, que iba con la mentalidad del sevillano al que le molestan las gitanas de la Catedral, al principio lo rechacé. Pero él me dijo desde atrás: ''Señor, solo quiero hablar con usted, no quiero molestar. He salido de clase y me apetece hablar con extranjeros por la tarde. Sólo será un par de minutos''. Después de algún tiempo me doy cuenta de que Farse quiere acompañarme allí donde yo quiero ir. ''Quiero ser su guía, pero no quiero su dinero, tranquilo. La condición única que le pongo es que me ayude con el curriculum. Mi sueño es trabajar en Alemania''. Me ruborizo al pensar en lo fácil que lo tuve yo, aprovechando una beca Erasmus que otros malgastan. Farse, como todos los jóvenes persas, lo tiene más jodido, porque para obtener el pasaporte debe antes hacer el servicio militar obligatorio, que dura dos años. Y la mayoría de iraníes deja la mili para el final para concentrarse en sus estudios.

La amabilidad de Farse me conmueve, pero de nuevo las prisas de mi reloj biológico alemán me llevan a presionarle para que se acabe el cigarrillo que se ha encendido en una calle estrecha (es Ramadán y no se puede fumar en público). Tengo que coger un autobús, y Farse dice que tengo tiempo aún. Pero mi orgullo es invencible, nunca me ha gustado esperar por culpa de los vicios de otros, así que me vuelvo de repente arisco, y Farse lo adivina, pidiéndome disculpas mientras caminamos. En la estación de autobuses de Shiraz, otro iraní se sienta a mi lado y me dice que es mecánico en un pueblo de alrededores. Al verme poco interesado y jugueteando con mi Canon, el iraní hace gestos con la mano imitando un robo, como para decirme que es peligroso mostrar una cámara en una estación pública.

En definitiva, si alguien tiene ganas de abrumarse por la amabilidad y el trato cálido de otras culturas, tiene que ir a Irán. Platón advirtió que las democracias eran el peor sistema porque llevaban a la dictadura, y por esa regla de tres, se puede afirmar que las dictaduras a veces dan cobijo a las personas que más ganas tienen de libertad y apertura.



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