domingo, 2 de octubre de 2016

El país de las 15.000 calaveras

Artículo de Rafa G. García de Cosío

En Ruanda aún sobrecoge bajar a la cámara de la iglesia de Ntarama y caminar entre estanterías repletas de cráneos de 10.000 tutsis masacrados por hutus: en total murieron un millón


"El problema de África es la guerra", dice Claudi, un ruandés de 28 años que aparenta 15 y conduce su Mercedes con extrema precaución.

"Pasó hace mucho tiempo, pero me acuerdo muy bien. Tengo bien guardado en la memoria el día en que tiraron una granada por la ventana y mataron a mi madre". 

El taxista continúa: "mi hermano llegó al hospital herido y el médico le dijo que tenía cáncer en la pierna (Claudi dice cáncer refiriéndose a una gangrena) y se la amputaron". ¿Y tu padre? Le pregunto. "Murió poco después en un accidente de tráfico".

En Ruanda, quien no tiene una madre o un padre muerto en un genocidio o un accidente de coche, es considerado una rara excepción.

¿Cómo empezó todo? Me lo pregunto porque en gran parte del mundo tenemos cierta ignorancia respecto al genocidio, más allá de haber oído algo de hutus y tutsis en la emblemática película 'Hotel Ruanda'. Claudi lo explica, no sin pararse antes a buscar las palabras exactas. Tarda algo más de lo normal porque además es tartamudo: "Alguien a comienzos de los años 50 llamó tutsis a los que poseían vacas". Es decir, los acaudalados. Siempre la envidia.

Oliver, nombre inventado de mi guía en la iglesia de Nyamata, donde 10.000 tutsis fueron violados y masacrados en abril de 1994, confirma que hay escasas diferencias étnicas entre hutus y tutsis. "Los hutus tienen la nariz más ancha que los tutsis, pero no siempre es así. Hay hutus que también la tienen más pequeña. En la masacre murió gente de ambos bandos".

¿También bebés? "Mataron a gente de todo tipo", se limita a contestar Oliver, mientras alza sus brazos en señal de desesperación y continúa caminando entre restos de ropa vieja tirados, dos décadas después, por los bancos de la iglesia.

Apunta a una estatua de la virgen María, cuyo hombro izquierdo fue alcanzado por un disparo y cayó. "Esta estatua tiene también la nariz pequeña. Y la atacaron". Oliver lo dice con una sonrisa ladina, con la mirada incrédula perdida en el altar, para concluir: "y no es ni siquiera negra. La trajeron del Vaticano". Una clara prueba de la locura desmedida de los hutus.

En el patio trasero de la iglesia, tres depósitos bajo tierra guardan los huesos y calaveras de los 10.000 masacrados en aquella parroquia (en total fueron un millón). Al bajar a la cámara y caminar entre estanterías repletas de cráneos y fémures, el olor a madera vieja y el silencio atronador atrapan al turista en una oscuridad más propia de película de terror.

Pero no es una película. Para digerir la realidad, el turista tiene que imaginarse que está en un museo arqueológico de una era que no le atañe. Aunque hayan pasado poco más de dos décadas y nadie sepa cuándo podría empezar otra guerra. Claudi ya sabe a qué huele.


(Publicado en el El Correo del Golfo, septiembre de 2016)


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