viernes, 23 de diciembre de 2016

La voz de la manada


Artículo de José Luis Roldán (Max Estrella)

A estas alturas de la Historia, nadie cuestiona que todas las ideologías impregnadas de totalitarismo comienzan por corromper el lenguaje. Lo señaló acertadamente George Orwell, incluso le dio nombre: neolengua.

Digo esto porque hace poco tiempo leí algo que me dejó patidifuso. Leí que cierto famosillo nacional iba a ser padre mediante el recurso de la “maternidad subrogada”. Luego, los papeles han dado noticia de otros casos; y ya con el último (Una pareja gay, detenida por alquilar un vientre para ser padres - El Mundo) no he podido sustraerme a expresar mi opinión. 

Vaya por delante que no tengo nada en contra de la homosexualidad, ¡faltaría más! Como amante de la libertad, creo que cada persona debe ser dueña absoluta de su vida -máxime en lo concerniente a lo más íntimo-, sin más límites que el respeto a la libertad de los demás. A lo que me opongo es, precisamente, a lo contrario. A los ataques a la libertad, al adoctrinamiento y a la mentira; al todopoderoso -y muy millonariamente subvencionado- lobby LGBT que promueve rabiosamente la persecución de la libertad de expresión y de conciencia de cualquiera que ose cuestionar su dogma.

Vivimos en una sociedad globalizada en la que un imbécil acuña un concepto carente de sentido y racionalidad -incluso frontalmente contrario a la razón- y una legión de borregos (comenzando por los creadores profesionales de opinión, tertulianos y especies afines) lo vocean sin someterlo al tamiz del juicio ni al más mínimo escrutinio. El balido del rebaño. O como decía, en El hombre que mató a Liberty Valance, el lúcido -y valiente, sí- editor del Shinbone Star, la voz de la manada.

La expresión en cuestión -“maternidad subrogada”- constituye un oxímoron. Una contradictio in terminis. Es, en suma, una expresión absurda. Se ve que la estupidez humana no conoce límites.

Estos ideólogos del relativismo ético, de la ética del consenso, de la ética de la conveniencia utilitarista, que practican la ingeniería social, ignoran hasta lo más elemental. Ignoran que hay acciones que necesariamente ha de hacer uno por sí mismo. Aquéllas que son por uno mismo o no son. Que no pueden ser transferidas ni delegadas en modo alguno, ni mediante ningún negocio jurídico, por imaginativo y creativo que éste resulte. La teoría jurídica hace tiempo que les dio nombre: actos personalísimos. Pero sobre todo, la Naturaleza se ha encargado siempre de poner las cosas en su sitio. Por eso, constituye una solemne estupidez hablar de maternidad subrogada, como lo sería -y, sin duda, a nadie se le ocurriría usar la expresión- hablar de defecación subrogada o copulación subrogada.

Claro que, en el fondo, la cuestión esencial no es semántica, sino ética. El problema consiste en lo que se trata de esconder detrás de las palabras. La aterradora y vergonzosa realidad que esas dos palabras pretenden enmascarar: la cosificación de la persona. El comercio con seres humanos. Compraventa de personas. Hasta los antiguos romanos sabían que incluso hay cosas que deben estar fuera del comercio humano (Res extra comercium); aquí, ahora, vamos aún más lejos y no se respeta ni a las personas.

La estupidez no conoce límites, pero tampoco la desvergüenza e inmoralidad de quienes violentan la ley natural, ínsita en la razón. De quienes tratan de imponer -enmascarando la realidad- un modelo de sociedad contrario a la razón y a los derechos humanos.

Kant, en su Fundamentación para una metafísica de las costumbres, ya lo advertía: Una cosa es todo cuanto puede ser utilizado de un modo meramente instrumental, mientras que la persona existe como un fin en sí mismo, no simplemente como un medio para ser utilizado discrecionalmente por esta o aquella voluntad... Y sobre ello formulaba el siguiente imperativo práctico: “Obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como un fin y nunca simplemente como medio”.

¡A dónde hemos llegado! ¡Pobre Kant!

¡Basta ya! O, al menos, que llamen a las cosas por su nombre.



(Publicado en el blog Ídolos y Llantos, diciembre de 2016)


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