jueves, 19 de octubre de 2017

Un pueblo oprimido

Artículo de Eduardo Maestre

Del mismo modo que hombres como torres, inaccesibles al desaliento y con una capacidad asombrosa de emprender aventuras pueden caer en una depresión y venirse abajo para los restos o para muchos años, así ocurre con los pueblos, con las naciones y con las épocas. Y del mismo modo que les ocurre a los hombres y a las mujeres, los pueblos que salen de la depresión lo hacen lenta, tímida y progresivamente. Pero acaban saliendo.


Un imperio

España fue un imperio. Un imperio planetario. Una barbaridad de imperio, no un imperio mediano. En sus ciudades quedó la huella del mismo, y siglos después dan testimonio arquitectónico y plástico de dicho imperio a quienes las visitan o a quienes las pueblan. Yo, que nací en el centro de Sevilla y anduve por sus calles y plazas durante cincuenta años, doy fe de que tengo en el rincón más oculto de mi cerebro reptiliano la certeza de pertenecer al meollo del Imperio. Y creo que bajo la corteza que inevitablemente se forma sobre la piel de los andaluces a causa de los tristísimos clichés atribuidos a los mismos palpita un orgullo silencioso, una sonrisa velada que no es más que el resultado de una entente con la Historia. No se pasea uno a diario y durante décadas junto a edificios o conjuntos arquitectónicos como el Archivo de Indias, el Salvador, la Catedral, el Real Alcázar, las Atarazanas Reales o el Parque de María Luisa sin que éstos hagan mella en el espíritu del paseante!

Pero no hace falta haber nacido y haberse criado en la capital del Imperio para tener este sentimiento de pertenencia al mismo. No es condición sine qua non haber nacido en la Nueva York de los siglos XVI y XVII para tener conciencia de lo que significa ser español. La potencia que fue España durante casi doscientos años extendió su pátina imperial por toda la piel de toro. Así, castellanos, gallegos, vascos, valencianos, catalanes, aragoneses, canarios y baleares se sintieron durante siglos tan orgullosos de ser españoles como podría serlo un andaluz, un murciano, un extremeño o un manchego. Incluso cuando en el siglo XVII el papel de España como potencia hegemónica europea comenzó a declinar, aquellos que eran españoles siguieron siéndolo contra viento y marea.

Coincidiendo con la fiebre nacionalista que invadió Europa y América en el XIX, España, sumida en una inestabilidad política sin precedentes -entre otras causas, por la invasión napoleónica- y con el deplorable reinado de Fernando VII como resultado, comenzó un vertiginoso proceso de desimperialización durante el cual se le fueron cayendo de la Corona los gigantescos territorios suramericanos, uno tras otro, hasta culminar en el sprint final del siglo con la dolorosa pérdida de Cuba entre lamentos profundos y corazones destrozados. Casi cuatrocientos años de historia común con Méjico, Colombia, Perú, Chile, Cuba y todos los demás países hermanos se fueron al garete por el error histórico de Carlos III, que, afectado como los demás europeos de la época por transformar en colonias lo que siempre había sido un imperio, confundió estos conceptos –como toda la elite europea de su tiempo- y empezó a dispensar un trato colonial a quienes siempre habían sido ciudadanos españoles, generando un malestar que nunca antes había habido en las tierras de Ultramar. En medio de este clima de desagrado irrumpió el antedicho Fernando VII y terminó de fastidiarla! Al Rey Felón, y a causa de su torpeza política, se le acabaron sublevando e independizando Méjico, Perú, Chile… Enfín: para qué seguir! El caso es que al iniciarse el siglo XX, España había culminado un proceso inverso a muchas naciones europeas. Un desastre!

Esto le ocurre a todos los imperios, y al español le ocurrió. Pero para el caso que nos ocupa, lo que importa es que los españoles caímos en una especie de depresión colectiva de la que aún no hemos logrado levantar cabeza. Cuando podíamos haber rehecho nuestro corazón patrio se sucedieron las trágicas algaradas en Barcelona, el desastre de Annual y la dictadura de Primo de Rivera. Luego, y aún en estado de shock, comenzaron los años de continuos desmanes del Frente Popular, chusma anticlerical que cometió barbaridades sin cuento; barbaridades que, unidas a la elevada tensión parlamentaria culminada con el asesinato de Calvo Sotelo, desembocaron en un levantamiento armado del Ejército en el 36, rebelión que dio pie a una cruel guerra civil de tres años de duración tras la que nos despertamos hundidos económica, social y culturalmente. Tras esa guerra vinieron casi cuarenta años de arribaespaña y francofrancofranco; cuatro décadas en las que nuestra nación, encerrada en sí misma, perdió el norte del progreso civil, tecnológico y social emprendido en Estados Unidos y refrendado por Europa.

A los pies de los nacionalistas

Lo demás, ya lo saben ustedes: muerto el dictador y aterrorizados los hombres que en aquellos años merodeaban la política, se redactó entre sonoros sables y silenciosos complejos una Constitución que pretendía agradar a las hordas nacionalistas que, surgiendo tras la guerra de Cuba, habían visto truncadas sus aspiraciones desintegradoras de España con la irrupción de las tropas rebeldes y el apoyo a las mismas de la mayor parte de la población -que fueron los vencedores de la guerra civil. En 1978, como les digo, se refrendó esa parodia de Constitución en la que está escrito, negro sobre blanco, que los navarros y los vascos son poco menos que seres superiores, y que los catalanes merecen ser distinguidos por encima de todos los demás hombres del Universo en función de no sé qué hechos diferenciales aún ignotos para mí. Una Constitución que descolla en la Historia Mundial del Derecho por ser la única Carta Magna que en su corpus central distingue a los ciudadanos en función de la región en que nacen! Semejante constructo antropológico inaudito, aplicado a rajatabla durante cuatro décadas, consiguió casi convencernos de que estas tres regiones se lo merecían todo, Dios sabe por qué!

Y así llevamos desde el 78: soportando improperios, padeciendo descalificaciones generales, sufriendo agravios comparativos, escuchando insultos explícitos y sospechando tácitos desprecios. Eso por no hablar de los casi mil asesinados a manos de la banda nacionalista ETA, en su mayoría andaluces, extremeños, castellanos… O los más de 200.000 desplazados vascos que tuvieron que huir de sus pueblos por miedo al nacionalismo asesino –una tragedia personal por cada desplazado. O del chantaje que durante años tuvimos que sufrir por parte de sus cómplices, la banda jesuítica del PNV con su padre prior a cuestas, aquel terrible Javier Arzálluz, verdadero orangután con chapela, epítome del catetismo sanguinario-eufemístico entre cuyas gracias se aplaudía mucho por aquel entonces una forma muy característica de andar a cuatro patas que hay en las Vascongadas desde principios de los 70’ y a cuyos cuadrúpedos practicantes se les conoce hoy como Bildu, formación asnal que pasta en las instituciones españolas y está compuesta por verdaderos verracos iletrados que cobran un sueldo generosísimo a cuenta de los impuestos que pagamos los ciudadanos inferiores -extremeños, madrileños, andaluces, etc.

Durante casi cuarenta años no hemos podido hablar utilizando la palabra España para referirnos a nuestra nación sin ser calificados de sospechosos. Sospechosos de qué? De ser franquistas? Menuda estupidez! Sin embargo, hace más de tres décadas y para evitar ser asociados a antiguas afinidades, el partido socialista de Felipe González impuso el estomagante sintagma este país para referirse a España, convirtiendo el nombre de mi nación en uno de los mayores tabúes que ha conocido nuestra Historia. Sin embargo, y aunque este país sigue siendo la expresión favorita de la izquierda española para hablar de su propia tierra, desde hace unos años viene siendo desplazada por otra estupidez lingüística quizás mayor, forjada por el nacionalismo terrorista vasco en la época de las bombas-lapa y asumida por el rebaño separata catalán desde hace algo menos de una década: el Estado español, o simplemente el Estado.

Y no es que no exista el Estado español! Ya lo creo que existe! No sabemos por cuánto tiempo, pero todavía existe. Sin embargo, cuando los que no pueden sufrir la palabra España usan esa aséptica expresión no están queriendo referirse al Estado, que es la macro estructura administrativa, legislativa e institucional que soporta -siquiera sea virtualmente- el intento de vida en común acordado tácitamente por una serie de supertribus, sino que se refieren a la nación española. A sabiendas, han confundido nación con Estado; hasta el punto de crear –como han creado- una enorme confusión general entre ambos conceptos, y consiguiendo, por lo tanto, desvincularse emocionalmente de su propia nación, pues de todos es sabido que no pueden existir vínculos afectivos ni tribales con un Estado; nadie en su sano juicio daría “hasta la última gota de sangre” por su Estado, pero sí se dejarían la vida por su nación, como rezan muchas leyendas bordadas en los pabellones de los ejércitos de todos los países del mundo. De ahí tanto interés por confundir nación y Estado; de ahí la astuta utilización del segundo de los términos cuando necesitan referirse al primero, a la nación de la que se querrían separar. Usando el sintagma preciso –el Estado- han acabado convirtiendo el concepto mismo de nación en una especie de superestructura administrativa gélida y despersonalizada; algo fantasmal, algo ajeno –como efectivamente todo Estado es- a su sardana, a su lengua vernácula, a sus castellets y a sus barretinas. Qué cosas! Tan ajeno como es en Andalucía al flamenco, a las hablas andaluzas, a los verdiales, al gazpacho y al sombrero de ala ancha! No te jode? Y qué tiene que ver el Estado con esto? Nada!

Agravio permanente

Somos andaluces? Somos extremeños? Somos gallegos? Sí; pero sobre todo somos españoles! Y lo somos por encima del Estado! Tan por encima, que somos capaces todavía de superar el constante desprecio que del mismo Estado nos llega constantemente! Precisamente porque distinguimos “Estado” de “nación” somos capaces los andaluces, los extremeños, los madrileños, los manchegos, los castellanos, los valencianos de seguir sintiéndonos españoles pese al recurrente agravio comparativo que el dichoso Estado, en manos de los distintos Gobiernos que hemos padecido durante los últimos cuarenta años, nos ha infligido haciéndonos testigos impotentes de sus continuas prebendas y privilegios a los catalanes y a los vascos! Hemos sufrido desprecios explícitos sin número, injusticias económicas descomunales, extrañamiento constante durante décadas: la sola mención del pretendido hecho diferencial es uno de los mayores insultos que se ha vertido sobre cualquier nación de la tierra, con el agravante de que es la propia nación la que se insulta a sí misma! ¿Se imaginan ustedes que en las bases institucionales de la Unión Europea se dejara por escrito que los alemanes, debido a su hecho diferencial ario, tienen que disfrutar de más derechos y privilegios que el resto de los europeos? O que los franceses, debido a sus fueros medievales intocables, pudieran reclamar el derecho de pernada sobre las mozas casaderas de toda Europa? Pues exactamente eso es lo que recoge nuestra tristísima Constitución: que hay tres regiones superiores a las demás; que sus habitantes son claramente mejores que el resto, y que como tales hay que reconocerlos. Y para mayor agravio, resulta que estas tres zonas geográficas tienen Historia, no como las demás regiones, y, sobre todo, tienen lengua propia, no como los murcianos o los aragoneses, que, como todo el mundo sabe, se comunican a base de un elemental sistema de aullidos!

Pero qué es esto? Cómo hemos podido sufrir esta barbaridad –y sus consecuencias diarias en nuestro espíritu y en nuestra economía- durante casi cuarenta años? Cómo hemos soportado que nos falseen la Conquista de América, que fue un modelo de progreso, de civilización y de derecho, hasta conseguir convertirla en un genocidio? Cómo hemos tragado durante cuarenta años con una producción cinematográfica que no ha hablado de otra cosa que de lo maravillosos, altruistas y demócratas que eran los del Frente Popular frente a lo despreciables, zafios y sanguinarios que fueron los que ganaron la Guerra Civil? Cómo no hemos dejado pudrirse de soledad y silencio a las salas de cine durante estos últimos cuarenta años en protesta por no ver reflejadas en las pantallas las vidas y epopeyas de Cervantes, Cortés, Elcano, Blas de Lezo, Lope, Adriano, Trajano, Fray Luis de León, Ramón y Cajal, Agustina de Aragón, Cisneros, Fernando el Católico, María Pita, Galdós, Felipe II, Pizarro, Bécquer, Rodrigo Díaz de Vivar, Zorrilla, Velázquez, Dalí y tantísimos otros españoles fundamentales no sólo en la Historia de España, sino en la del mundo? Cómo podemos aguantar que nos piten el himno, que nos pisoteen la bandera y que abucheen al Rey sin levantarnos en armas inmediatamente? Pues por una única razón: porque somos un pueblo oprimido.

Un pueblo oprimido

Sí. Así es. Los españoles somos un pueblo oprimido. Y, del mismo modo que a las mujeres maltratadas les sucede, estamos sumidos en una muy baja autoestima que nos hace sentirnos culpables en presencia de nuestros maltratadores. No los hemos denunciado nunca. No les hemos hecho frente jamás. Hemos soportado sus vejaciones, sus humillaciones en público, sus desplantes y sus golpes cuando llegan a casa. Hemos permitido que abusen de nuestros hijos. Hemos padecido sus borracheras, sus derroches repentinos invitando a otros, su tacañería hacia su propia familia. Hemos asumido sus insultos como algo normal. Hemos dado pábulo a sus calumnias. Hemos dejado que nuestros maltratadores nos griten que les robamos, que les odiamos y que somos nosotros -los que tenemos la cara reventada a golpes- quienes les oprimimos a ellos! Han cogido la foto de nuestra madre y se han limpiado el culo con ella ante nuestras narices. Se han reído de nuestros antepasados. Han ido a mearse expresamente sobre la tumba de nuestros abuelos. Se han mofado de las fotos de nuestra familia –que también es la suya!-, y les han pintado cuernos y rabo a nuestros santos y a nuestros héroes! Ya sólo les queda quemar nuestra casa con nosotros –y ellos!- dentro. Y eso es lo que ahora están haciendo. Con el apoyo explícito de los que creen haber perdido una guerra en la que no participamos ninguno y la connivencia pasiva de los muchos acomplejados que hoy moran en las más altas Instituciones.

Pero yo soy de los que creen que aún existe el pueblo español. Por muy débilmente que se escuche, estoy convencido de que todavía late en nuestro corazón el sentimiento de pertenecer a un pueblo extraordinario que ha llenado las páginas de la Historia de Occidente con sus héroes y sus costumbres, con su creatividad y su arrojo. No es por casualidad que nuestra lengua sea la segunda más hablada del planeta. No es por azar que quinientos millones de seres humanos nos llamen aún la Madre Patria. Y no podemos permitir que aquellos opresores, que esos castradores, que estos maltratadores vuelvan de su borrachera a casa sintiéndose unos fracasados y nos maten a palos en un rincón de la cocina ante los ojos aterrorizados de nuestros hijos. Tenemos que levantarnos del cenagal en el que nos hemos dejado arrojar; sacar fuerzas de nuestros anquilosados músculos y salir, aunque sea a gritos, de esta ciénaga de dolor. Se hace urgente llegar a casa, ducharnos, limpiarnos y restañar nuestras heridas. Tendremos que untar con árnica nuestros moratones pero sin maquillarlos, porque no debemos ocultar las señales de nuestro sufrimiento. Habremos de vestirnos con nuestras mejores ropas –quizás, ropas de gala- y salir a la calle con los ojos bien abiertos. Porque ha llegado la hora de hacerles frente. Ha llegado el momento de ir a buscarlos. En las Instituciones usurpadas. En los colegios mancillados. En las calles ocupadas. En las plazas invadidas. Allí donde estén.






6 comentarios:

  1. ¡Bravo D. Eduardo! Una vez más ha conseguido usted emocionarme. ¡Qué manera de escribir! Por favor, que no nos falten nunca sus artículos en El Demócrata Liberal, son maravillosos. Es un placer leerlos. Muchas gracias y un saludo afectuoso.

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  2. En el caso de la extrema izquierda, es muy normal identificar nación con estado. De hecho, en las algaradas y revoluciones, no se lucha por el país o nación, sino que lo importante es la revolución, el partido etc. Hemos caido en el lenguaje izquierdista en el que su visión de que el estado lo debe de controlar todo, les lleva a igualar estado y nación. En estos casos esta gente si moría o muere por el estado, o sea la revolución, partido o lo que ellos consideren conveniente, nunca por la nación a la que desprecian por no ser reflejo de sus ideas.

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  3. Gracias Eduardo por intentar devolvernos la autoestima, que como bien dices, hemos perdido junto a la noción de españolidad que, a lo largo de lo siglos, nos habíamos ganado con creces. Necesitamos recuperar la idea de ser español y la de España como nación si queremos evitar un desmembramiento lento y doloroso. Artículos como el tuyo deberían de contribuir a esta tarea, difícil, ardua pero no imposible y sobre todo, necesaria para seguir existiendo como Nación española.

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  4. Magnífico artículo y enhorabuena, Eduardo.

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  5. He leído su artículo, Don Eduardo, con una mezcla de emoción, curiosidad y un sentimiento que no se muy bien definir; pues es bien cierto que nos han hurtado el sentimiento nacional como si se tratara de algo obsceno o pecaminoso. ¿Yo español? es como si me preguntaran si me gusta la tarta de chocolate cuando se que me sobran unos kilos. La culpa. ¿Yo español? ¿En serio tengo algo que ver con esos grandísimos hombres que llenaron de hazañas y grandeza nuestra historia? ¿O es que como se cansan de repetirnos hasta la saciedad no fueron tales hazañas o fueron menos hombres?
    ¿Yo español?
    Huérfano me hallo; y me imagino que como otros muchos, de una patria o de unas ideas que me representen en un mundo patrio que veo día a día desmoronarse alrededor; porque precisamente nos hacen creer que lo que es naturalmente bueno o lo que digno de lo que sentirse orgulloso no lo es tal. Las catedrales: la iglesia oscurantista nos dicen. Las universidades de Salamanca o Alcalá de Henares: superstición y mitos nos cuentan. Las obras de arte: el pueblo oprimido que pagó con su sudor su realización. Los hechos de la historia de los grandes hombres: Hechos que oprimieron a otros en la conquista cruel y que solo beneficiaron al poder.... y así con todo.
    ¿que podemos tener en común con iglesia, intelectuales o guerreros, españoles, que sólo sembraron -según ellos- el dolor y la zozobra.
    Huérfano de algo de lo que decir abiertamente que estamos orgullosos. Eso es lo que nos han quitado.
    Y el sentimiento por dentro de que todo esto que ellos nos cuentan es mentira, pero no lo podemos decir en voz alta; de que las luces y las sombras de la historia nos hacen como somos, y que a pesar de las sombras, fuimos grandes como nación; y las luces aunque fueran pocas nos hicieron progresar y nos dieron una identidad.
    ¿Yo español? vuelvo a preguntarme. ¿Qué tengo que ver con Becquer, o con Blas de Lezo, o con el Gran Capitán, o con Francisco de Vitoria, o con Manuel de Falla, o con Francisco Pizarro? ¿Que tengo que ver con esos que se supone que hicieron o pensaron algo grande?
    Pensé un momento que lo que hicieron lo hicieron para si mismos, en esa suerte de egoismo idealista randiano; para después darme cuenta que muchas veces lo hicieron o se les ha identificado con la idea de la nación que nos niegan. Cuando Blas de Lezo defiende Cartagena de Indias, no lo hace para si mismo, por ejemplo; y en realidad no se si yo mismo haría algo en nombre de toda la nación española, cuando hay muchos que ni siquiera quieren -sea por la causa que sea- sentirse españoles.
    ¿Yo español? y pienso... ¿Existe el pueblo español o en realidad tan solo una élite se consideraba española y el resto no tenían ni idea de donde les llegaba el viento? ¿Un campesino de Asturias tenía la idea del pueblo o nación al que pertenecía o fue cosa de gentes como Jovellanos el sostener la idea de la nación?
    Nos dicen además que el nacionalismo es anacrónico, ultramontano, demonónico... una antigualla de la que librarse; y la culpa vuelve. ¿Cómo es posible que un tipo con estudios superiores tenga sentimientos nacionales? ¿Cómo es posible que a uno que ha estudiado no le guste Stockhausen, ni Boulez?.... Y por supuesto, si lo que te va es Williams o Zimmer... estás perdido para la intelectualidad; y como mucho te mirarán con condescendencia.
    Pobrecito. Se siente español. Se identifica con el Cid, como si el Cid tan solo fuera un personaje de un cómic del estilo "el capitán trueno"...
    Y de la misma manera que los frikis se normalizaron con el "día del orgullo friki"... los españoles con sentimientos nacionales vamos por el mismo camino.

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  6. Otra de judios; parece que nadie más financia peliculas decentes.

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