lunes, 21 de septiembre de 2015

La última guerra civil

Artículo de Eduardo Maestre

España ha sufrido muchas guerras. Muchas. Las que tuvo entre sus antiguos reinos hasta conformarse como Estado; las que libró contra otras naciones; las que comenzó, conquistando las Indias; las que sufrió luego contra sus Colonias, antes de perderlas todas.

Y qué me dicen ustedes de las guerras cantonales, que supusieron en su día el colmo del surrealismo! El cantón de Utrera contra el de Sevilla! El cantón de Cartagena contra el de Murcia! ...Asombroso.

También hemos padecido muchas guerras civiles: las guerras carlistas; las de las germanías; las sublevaciones múltiples; la guerra de Sucesión... Y la peor de todas: esa guerra cruel y revanchista con un balance de víctimas terrorífico de cientos de miles de muertos. Ya saben: la que se libró desde 1936 hasta 1939. Se la conoce, por antonomasia, como la Guerra Civil española. Yo, sin embargo, la denomino nuestra penúltima guerra civil.

La penúltima? Sí, han leído bien, porque esa guerra civil no fue la última, sino la penúltima. A mi juicio, en 1978 comenzó la última de nuestras guerras civiles; porque con la aprobación de la Constitución se abrió un frente oculto, una trinchera enorme de la que constantemente han salido y siguen saliendo (y arreciando, últimamente!) misiles de todo género. Y lo curioso es que hasta hace poco se ha tratado de una guerra civil en la que sólo uno de los bandos ha sido consciente de estar librando una guerra. Este bando, organizado y listo como pocos, ha sido y sigue siendo el nacionalismo.

Veo con claridad meridiana que la mayor parte de la población de España no ha sido ni es consciente de estar siendo atacada constantemente en su españolidad desde varios frentes: el nacionalismo vasco; el nacionalismo catalán, y el socialismo indefinido o lo que yo llamo "la izquierda melancólica". 

Pero de esta izquierda fláccida que tanto daño ha hecho al concepto de España (discutido y discutible: Zapatero dixit) no quiero hablar ahora, ya que, siendo gravísimo lo que le ocurre a cualquier Estado tras el paso calcinante de la izquierda melancólica por sus Instituciones (el Gobierno, los altos Tribunales, los Parlamentos autonómicos, las alcaldías, etc.), más destructivo aún ha sido para los maltratados españoles estar siendo atacados siempre y en todo momento por el frente nacionalista; ser tratados de charnegos, de maketos, de forasteros en el propio país por una minoría neonazi autoproclamada como El Pueblo Elegido. Se lo voy a demostrar a ustedes.

Las características de una guerra son, básicamente, la destrucción de la unidad nacional, con el subsiguiente y posible movimiento de fronteras; la desaparición del tejido social; el replanteamiento colectivo acerca de qué sea la propia Nación; la ruina económica; la pérdida de las expectativas de futuro a corto y medio plazo; el saqueo y, por supuesto, la muerte. Amén de estas desdichas, la guerra civil arrastra también el espanto del odio visceral. Porque, aunque es cierto que en todas las guerras se practica la denigración del contrario (los alemanes se reían de los ingleses en 1916; los norteamericanos hacían parodia de los japoneses en 1944, y cualquier español se partía de risa ridiculizando a los gabachos que trajo Napoleón), el verdadero rencor, el auténtico odio profundo es el que nace de un amor contrariado o de una relación fraternal anterior al desencadenamiento de las fuerzas oscuras.

No hay nada peor que una guerra entre hermanos, entre compatriotas, entre las gentes del mismo pueblo. En España, donde tiene su templo el desprecio (que no la envidia, como creen casi todos los españoles), la penúltima guerra civil destruyó más allá de lo que una guerra normal puede llegar a destruir: se hicieron razzias de revancha; los vecinos mal acomodados denunciaban a aquéllos con los que tenían pleitos pendientes o que simplemente les caían mal. Fue algo demencial. Mucho peor que aquello que arrastra siempre una guerra estándar.

Aquí, en España, desde el 78 y gracias a la manifiestamente mejorable Constitución, aprobada en sufragio por todos los españoles, se está librando una guerra civil. La última guerra civil; de momento, inconclusa. Y esto sucede porque en el ADN de esa Constitución flotan dos o tres cromosomas de más, terrible circunstancia que ha desembocado en el nacimiento de un Estado monstruoso, un Estado deforme que reconoce en su Carta Magna la desigualdad entre unos españoles y otros! En qué Constitución del mundo se parte del supuesto de que unos ciudadanos, porque sí, tienen unos privilegios de los que los demás carecen? No se molesten en buscar! No hay otra Constitución igual!

Los españoles sufrimos desde hace décadas porque tenemos una Constitución en la que se dice, por ejemplo, que hay un territorio –Navarra- que tiene derecho a no pagar tributos al Estado del que se nutre, al Estado que le defiende, al Estado a través del que accede a todas las ventajas que da ser miembro de pleno derecho de la Unión Europea, de la OTAN y de tantos y tantos tratados internacionales!

Sufrimos porque tenemos una Constitución que permite que otra región española -el País Vasco-, y a través de un birlibirloque administrativo tras el que se pueden oler aún los restos de Goma-2 y de Titadine, tampoco pague un euro al Estado, disfrutando de las mismas ventajas que los demás españoles, que sí estamos obligados a pagarlos! Se imaginan ustedes algo parecido en la Constitución de los Estados Unidos de América? No. Claro que no: es inimaginable!

Para colmo, y en un delirio sin precedentes, la Constitución española se aprobó conteniendo una infamia impensable en cualquier país del mundo: el reconocimiento (sic) de la singularidad de una región (sic) por encima de las demás! Porque la Constitución española reconoce (siiiiiic!!!) la singularidad de Cataluña! Es decir: la región catalana, nadie sabe por qué, es diferente al resto; es superior; tiene lo que los nacionalistas, en su delirio subvencionado, llaman un hecho diferencial.

Yo he ido muchas veces a Cataluña. A dar conciertos, básicamente; aunque también he pasado días de asueto de camino a Francia o de vuelta de Alemania u otros países europeos. Conozco relativamente bien Barcelona; he tocado en Tarragona, en Lérida y en Gerona. Varias veces. Y les juro por lo más sagrado que, por mucho que he observado a los catalanes; por mucho que he escrutado sus costumbres, su actitud... Yo no encuentro singularidades! No más allá que las lógicas diferencias que hay entre los distintos territorios de un mismo país. Tan singulares son los canarios como los catalanes! O los gallegos! Qué me dicen ustedes de los gallegos? No son los gallegos singulares? Pues, y los andaluces? No son singulares los andaluces? Y los de La Rioja? Dónde me dejan ustedes a los de La Rioja?

Bah! Es incomprensible. No tiene por donde cogerse. Lo malo es que, una vez que se recogió tamaña barbaridad en la Constitución, se agarraron a ello los nacionalistas... Y comenzó la guerra. Una guerra sutil, latente, velada, casi nebulosa. Pero no lo duden: una guerra sin pausa y sin cuartel. Y cada año, con más territorio conquistado al resto de los españoles.

Porque, miren ustedes, los nacionalistas catalanes se han dedicado a injuriarlo todo: desde el idioma español a la Historia de España; desde los símbolos hasta las fechas; desde las cifras hasta los mapas. Los nacionalistas han subvencionado durante años, con nuestro dinero, la falsificación completa de las fuentes historiográficas, enseñando a los niños de esa tierra española una Historia inventada, distorsionada y alucinante. Han saqueado los archivos, las iglesias y los monasterios de Aragón; han secuestrado, con nocturnidad y alevosía -y con la inestimable ayuda del hombre/plaga Zapatero- el Archivo de Salamanca. Se han beneficiado personalmente de los Presupuestos Generales; han arramblado con el 3% de cada obra pública pagada por el Estado; han sacado de España durante décadas, para atesorarlos en bancos suizos y andorranos, decenas de miles de millones de euros del erario público español.

Ahí tienen a Jordi Pujol y sus hijos; ahí tienen a Arturo Mas, a los del Palau, a los de Convergencia y Unión… Han esquilmado las arcas públicas españolas y catalanas durante décadas en beneficio de sus miserables familias y de su execrable partido. Y todo a cargo de los impuestos de los catalanes y del resto de los españoles. Menuda partida de bandoleros! Ladrones que luego acuñaron esa infamia de Espanya ens roba! 

Pero lo más grave no es la sangría continuada durante décadas: eso ya ocurre en Andalucía con los socialistas. Lo más grave es el asalto a mi Nación. Porque, no se engañen ustedes, lo que quieren estos nacionalistas catalanes es destruir mi Nación a través del asalto continuado durante décadas -y ahora, parece que por fin definitivo- al Estado. Una desconexión del Estado español –como ahora denomina cualquier golpista a la independencia- haría desaparecer aquél, de facto, inmediatamente. Porque el Estado español, o es con Cataluña, con Galicia, con Andalucía, con Extremadura… O no es! Desconectando Cataluña del Estado, éste desaparecería instantáneamente! Y aquélla también, claro está!

Cataluña desaparecería, por supuesto. Porque Cataluña no es una nación anterior al nacimiento de España como Nación; ni siquiera un Estado anterior a la constitución de España como Estado! Quizás, en el caso de Navarra, Andalucía o Valencia (y qué decir de Castilla o Aragón!), podríamos entretenernos en la barra de un bar charlando animadamente de naciones históricas. Pero no en el caso de Cataluña o Vascongadas, que jamás fueron reinos, ni naciones, ni estados.

El caso del País Vasco, además, es sangrante. Y cuando digo sangrante, hablo literalmente: casi mil víctimas mortales, cientos de heridos, miles de ciudadanos españoles traumatizados de por vida, más de 200.000 desplazados y miles de familias extorsionadas durante décadas son hechos espantosos que pretenden ser ahora silenciados por los mismos que callaron cómplicemente los asesinatos de los nacionalistas etarras durante décadas. 

Nacionalistas etarras; sí: han leído bien. Porque, ante todo, los terroristas de ETA son nacionalistas. Y sus cómplices directos durante los últimos cuarenta años no han sido los que ahora cobran sueldos del Estado español e integran Bildu, sino los nacionalistas timoratos y estomagantes del Partido Nacionalista Vasco, el PNV, que ha aprovechado de manera infame desde la triste Transición española los dividendos resultantes del terror impuesto por sus cachorros de ETA. Ya lo dijo el deplorable Arzálluz, aquel jesuíta arrepentido que en cualquier país democrático estaría desde hace veinte años jugando al mus en la cárcel: "No conozco ningún pueblo que haya alcanzado su liberación sin que unos arreen y otros discutan; unos sacuden el árbol, pero sin romperlo, para que caigan las nueces, y otros las recogen para repartirlas". Perfecta definición del nacionalismo: unos matan, extorsionan y/o someten a la máxima presión al Estado, y otros recogen los beneficios.

Esto mismo ha estado haciendo el nacionalismo catalán durante décadas: someter a presión a los distintos Gobiernos de España para extraer pingües beneficios, y no sólo para la construcción de Cataluña (como si no hubiera estado ya más que construida!), sino para las arcas privadas de los padres de la Patria catalana, los Pujol y compañía.

En resumidas cuentas: muertos, víctimas, extorsión, expolios, desfalcos, injurias, amenazas… Y ahora, el golpe final: la destrucción del Estado español a través de una hipotética pero altamente probable declaración unilateral de independencia basada en el resultado de unas elecciones locales al Parlamento catalán.

Vale. Ya hemos aprendido lo que realmente era el nacionalismo. Y ahora que ya sabemos que son el enemigo a batir, un enemigo al que sólo le vale nuestra destrucción como Estado y como Nación, qué podemos hacer?

A mi juicio, no nos queda más opción que reaccionar orgánicamente y responder de una vez a este continuado desafío como lo que realmente es: una guerra civil. Porque, amigos míos, es una guerra civil en toda regla, pues contiene lo que arriba apunté como características de toda guerra: ha logrado difuminar nuestras fronteras interiores; ha destruido la unidad nacional; ha conseguido que hasta los más españoles nos replanteemos qué sea nuestra propia Nación; ha expoliado nuestras arcas estatales; ha frenado las inversiones del capital extranjero, temeroso de las aventuras secesionistas; ha enfrentado a las familias hasta llevarlas al odio. Y en el caso de los nacionalistas vascos, ha sembrado de cadáveres las calles de los pueblos de España.

He tardado décadas en darme cuenta, amable lector; pero es una guerra civil. No le quepa duda. Y en las guerras civiles (como en las demás) sólo cabe una actitud: reconocer de una maldita vez al enemigo como enemigo; capturarlo; reducirlo. Y acabar socialmente con él y con lo que representa; reducir a cenizas sus campamentos; volar sus puentes; destruir su infraestructura, y detenerse única y exclusivamente cuando firmen la rendición absoluta e incondicional.

En el caso que nos ocupa, que es la sutil guerra civil en la que el nacionalismo nos ha mantenido sin que nos diéramos cuenta, somos aún abrumadora mayoría; contamos con la Ley, con los organismos internacionales y con el dinero; también contamos con las fuerzas del Orden, con las Instituciones y con el Ejército.

Desde mi punto de vista, ya sólo caben las siguientes e históricas acciones, aplicables en dos fases. 

Primera Fase: 

-suspender la Autonomía catalana  (antes o después del 27 de septiembre: esto es irrelevante);
-detener a Artur Mas, Raúl Romeva, Oriol Junqueras, Carmen Forcadell y toda la cúpula golpista de la ANC y de Ómnium Cultural;
-suspender cautelarmente a todos los funcionarios, jueces y altos cargos del Estado en Cataluña hasta el restablecimiento de sus funciones normales; 
-implantar un Gobierno de concentración en la Generalitat hasta nueva orden;
-garantizar el mantenimiento del orden constitucional y público con la ayuda de las Fuerzas Armadas (Ejército, Guardia Civil, Policía Nacional, etc.), que para eso están, entre otras cosas;
-encarcelar a todos los detenidos y ponerlos a disposición de la Justicia;
-juzgarlos en la capital de España por los delitos de felonía, golpe de Estado, malversación de fondos públicos y sedición;
-caso de ser encarcelados, repartirlos por todas las cárceles de españolas, para que vean mundo y se convenzan de que no existen hechos diferenciales;
-revocar las actas de diputados de los miembros de Bildu por enaltecimiento del terrorismo, por apología del golpismo y por el delito de confabulación para la sedición;
-detener a los miembros de las demás agrupaciones políticas vascas y catalanas que apoyen o hayan apoyado a estos golpistas;
-ponerlos a todos a disposición de la Justicia, acusados de colaboracionismo golpista y apología del terrorismo y del golpe de Estado.

Y todo esto sin problemas. Sin complejos. Aplicando la Ley. 

Segunda Fase: 

-abrir de inmediato un proceso constituyente en el que se garantice que en la nueva Constitución jamás se incluirán los reconocimientos de singularidad, los hechos diferenciales y los fueros medievales, conceptos todos ellos que contravienen la Declaración de los Derechos Humanos y que, en el caso de España, sólo han contribuido a generar infamia, malestar y agravios comparativos entre los ciudadanos;
-declarar el nacionalismo Delito de Estado y prohibir en el futuro la concurrencia de cualquier partido nacionalista a elección alguna, sea ésta municipal, regional o de ámbito nacional.

Podemos hacerlo. Podemos hacer todo esto. La Ley, el Derecho, la Democracia y las Instituciones internacionales nos amparan. Es más: los países del mundo libre están esperando un movimiento en este sentido por nuestra parte. Además de arrancar de nuestra piel el cáncer nacionalista para los restos, España entraría en una época de prosperidad y estabilidad sin precedentes.

Porque, amigos míos, maltratados compatriotas, machacados españoles, podríamos ser una Nación extraordinaria; una Nación llena de inventores, científicos, artistas, emprendedores, deportistas e intelectuales; una Nación a la que desde hace ochenta años se le ha negado la posibilidad de vivir con dignidad nacional: primero, con la guerra civil; luego, con la Dictadura, y, desde 1978, con esta otra guerra civil latente que ahora podríamos concluir definitivamente y de un par de plumazos certeros… 

…Si quisiéramos!



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