miércoles, 28 de octubre de 2015

A los biris nos gusta mucho el Betis


Artículo de Rafa González

Una vez más me encontraba antes de ayer de escala en el aeropuerto de Amsterdam, y una vez más me llamó la atención la buenomalía del aeropuerto holandés. Buenomalía es una palabra que acabo de inventarme, y se refiere a una anomalía buena. Llámenlo milagro si quieren. El caso es que Schipol sigue siendo el único aeropuerto europeo de un país de lengua no inglesa donde los carteles están exclusivamente en inglés. Nada de neerlandés, y lo más importante: nada de protestas nacionalistas al respecto. Esta deferencia o preferencia por la lengua inglesa, entre otras cosas, explica el altísimo nivel que tienen los holandeses en la lengua de Shakespeare. No sé si han oído ustedes alguna vez a una persona de los Países Bajos hablar inglés, pero es posible que crean que están hablando con un británico. Y es que Holanda supo desde un principio de la importancia de la lengua en un mundo globalizado como instrumento de unión, y no de división.
 
Si tuvieran que encontrar una región en Europa donde sucede exactamente lo contrario, sin duda se toparían de frente con Cataluña. Qué voy a comentarles que no sepan ya? Imposibilidad de una escolarización en español, persecución a los que rotulan su negocio en una única lengua, televisión autonómica únicamente en catalán, etc. Pero ojo, que también ocurre en las Baleares que vuelven a eliminar el modelo trilingüe (con inglés) por un sistema de inmersión lingüística. Además de otras regiones conflictivas, no necesariamente con cooficialidad de lenguas, pero que aún se resisten a incorporar el inglés como lengua vehicular en la escuela. Curiosamente, todas comunidades autónomas dirigidas por mediocres que hablan de imitar a Dinamarca.

Pero dejen, por favor, que me centre en Cataluña, por ser la región pionera en el incumplimiento de la ley. Hay algo que me viene fastidiando enormemente en los últimos años con respecto al debate de la lengua, y que tiene que ver con esa ceguera secular de los españoles a la hora de encararse con el enemigo, porque siempre sitúan el foco del problema donde el enemigo ha colocado el cebo. Hablo de comentaristas tan prestigiosos como Jiménez Losantos o Luis del Pino, quienes suelen criticar la inmersión lingüística con el único argumento de la ley (que es verdad que ya debería ser suficiente) o con aquél de que los niños salen del colegio sin hablar bien español. De acuerdo, es otro argumento: muchos catalanes escriben hoy en día en Internet con b cuando debería haber v y al revés, y caen frecuentemente en el dequeísmo. Pero esto, insisto, no es el problema fundamental de la inmersión. La gran tragedia, que es a la que ya nos han llevado los nacionalistas sin que nadie lo haya sabido evitar, es que el niño que se educa en un sistema donde solo impera una lengua y la otra queda relegada a las mismas horas que el recreo o plástica jamás va a considerar esta segunda lengua como suya. Verá el español no como lengua de Cataluña, sino como la lengua de España, un país vecino, como quien estudia francés o italiano. Desconozco si esto ha sido estudiado por los sociólogos o los psicólogos, tampoco sé muy bien a qué científico correspondería, pero no hace falta ser un águila para imaginarse que, en la Cataluña de hoy, la única fuente de amor, siquiera empatía por España se encuentra en la familia. Nada en el sistema educativo, nada en los medios de comunicación, nada, prácticamente, cuando uno cruza el portal de su casa hacia la calle. Al final, es normal que la gente desenchufe del 'problema catalán' no solo en Cataluña, donde el 52% no se atreve a alzar la voz, sino en el resto de España.

El otro día invité a mi cumpleaños a una pareja de catalanes algo mayores que yo y que viven en Alemania. Generalmente, como casi todos los españoles que uno se encuentra en el extranjero, mi primera impresión al conocerlos hace meses fue que eran muy agradables, de mente abierta, aventureros. Así que decidí llamarles. Y en esto que, al cabo de dos cervezas y algún que otro bocadillo de Fleischkäse, les pregunto si piensan volver a Barcelona tras la experiencia en el extranjero. La respuesta llegó pronto: 'No, mientras no se resuelva el tema de la independencia'. Yo, que de vez en cuando soy bien pensado, y teniendo en cuenta lo inteligentes y abiertos que parecían hasta ese momento, quise comprender desde el principio que se referían al tiempo que tenía que pasar hasta que la payasada independentista se extinguiera y en Cataluña se volviera a hablar de los problemas reales... pero no. Me cortó mi colega diciendo que sí, que tenían que independizarse 'de los fachas y del rey' (sic), todo edulcorado con un 'yo no soy nacionalista, yo soy independentista'.

Independentista, pero no nacionalista. La madre que te trajo, me dije para mis adentros.

Soy germanófilo, pero le tengo una manía a los alemanes que no veas.

Soy vegetariano, pero estoy orgulloso de mi matadero.

A los biris nos gusta mucho el Betis.

Se puede ser independentista pero no nacionalista? En qué cabeza cabe? De la manera más diplomática que pude, sin olvidar que debía disimular la tensión por tratarse de mi cumpleaños, le dije que eso no tenía sentido. Porque si uno no es nacionalista, entonces en vez de desear un 'nou país' en su región, debería volcarse por arreglar el todo, que es España en su conjunto. El ejemplo más palmario es el de CiU, organizador de toda esta movida, uno de los responsables de que veamos a Artur Mas hasta en la sopa, e incluso la tarta. Fue CiU el partido que facilitó gobiernos en Madrid en las últimas décadas, el partido que, según el propio argumento nacionalista, tuvo la oportunidad histórica de arreglar las disfuncionalidades del país (por ejemplo, exigiendo la eliminación del PER en Andalucía a cambio del apoyo al gobierno nacional). Pero no! Hizo lo que tenía que hacer un partido nacionalista, que no es otra cosa que arrancar madera del tren para la leña de la caldera. Destruir el concepto de Estado-nación, para entendernos.

Yo tenía, claro, mis motivos para estar tenso. La conversación me empezaba a parecer una afrenta. Me estaban diciendo a la cara, nada menos, que se querían ir de mi país para poder ser ellos mejores. Claro, así cualquiera! Déjenme a mí entonces independizarme de la Junta de Andalucía. O mejor, dejemos a los barceloneses, verdaderos creadores de riqueza en Cataluña (y bastión de los partidos constitucionalistas) independizarse de las comarcas medievales de Lérida o Gerona. Empecemos, como en una paranoia de fractales, a independizarnos los unos de los otros en función de lo que nos salga de los cojones (renta, lengua, religión), y en poco tiempo habremos caído en la anarquía sin darnos cuenta. El cáncer del nacionalismo hay que cortarlo cuando antes, o acabará con todos nosotros. Porque esos políticos que, según relataba lúcidamente Eduardo Maestre en su artículo Imaginario, hasta ahora salían a todas horas en la tele, ahora los tenemos en nuestras casas, en nuestras fiestas. Nos hacen dudar de nuestra nación. En el extranjero van confundiendo con propaganda a la gente, gente a la que en realidad no le interesa nada, pero que acaba creyéndoselo para no complicarse la vida. Y esto es peligroso, porque damos rienda suelta al enemigo (Pujol, Mas, Espot, Forcadell y cía), que ha ganado porque ha conseguido, sin oposición, crear una sociedad de zombis.


Queremos seguir siendo zombis, o escogeremos sobrevivir?



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