martes, 6 de octubre de 2015

El niño sirio, un mes después


Artículo de Paco Romero


Un mes, tan solo un mes, ha sido suficiente para volver a la rutina. Poco más de 30 días le ha sobrado a la sociedad globalizada, y a la española en particular, para olvidarse de él; tal es así que, incluso, habrá quien ponga en duda si alguna vez existió.



La foto del cuerpo sin vida de Alan Kurdi, de tres años, en la arena de la playa turca de Bodrum, es ya historia; un borroso recuerdo desdeñado y postergado por un vecindario facilón y egoístamente olvidadizo, una vez dado por concluido el continuo machaqueo de esas televisiones que nos mostraron el auténtico drama, y que, cierto es, a la vista de los resultados, nunca lo fue suficientemente.



Se mostrarán, no obstante, en desacuerdo, quienes repliquen que, gracias a aquella imagen, los estados y las organizaciones internacionales se pusieron en alerta y tomaron -por fin- decisiones que concluirían con el drama de los refugiados. Todo una burda mentira: los responsables políticos conocían de primera mano, principalmente por informaciones directas de los gobiernos turco, italiano y griego, de la magnitud del problema, por lo que el intento de solución -devenido en simulacro- ya estaba en marcha antes de que la imagen de Alan se hiciera mundialmente famosa.



De forma espuria y vil limpiamos nuestras conciencias y nos quitamos el muerto de encima: “el problema ya está en manos de quien tiene que aportar las soluciones; esa centena de millar larga de refugiados, que representa solo la punta del iceberg, ya está repartida por media Europa y, además -menudos somos- hemos colocado en Getafe al entrenador de fútbol sirio zancadilleado por una periodista húngara”. Así, de nuevo convertimos la anécdota en noticia, el suceso en macrosolución para, a continuación, proclamarnos grandes y solidarios mientras, eso sí, con el codo apoyado en la barra de la taberna, despiezamos otra delicia de la Costa de la Luz y nos bebemos hasta el agua de los floreros.



Seguimos sin ser conscientes de que esa avanzadilla es solo una pequeña parte de la gigantesca remesa de seres humanos que continúa huyendo del horror de Siria y de otros lugares sojuzgados por la guerra y/o la hambruna; desesperación, horror y terror que allí continúan atascados y a los que ahora se suma el fuego cruzado de “aliados” internacionales (los últimos Rusia y Francia) que no se sabe bien a quien apuntan, ni parecen tener claro lo más elemental: quiénes son los buenos y quiénes los malos en un conflicto que lo único que tiene asegurado es que los más desfavorecidos serán los de siempre.



En definitiva, un montaje más en el tablero de la geopolítica que nos hace desvivirnos por unos expatriados de Premier League, en detrimento de otros, de Segunda Provincial. ¿Por qué, si no, abrimos complacidos las puertas de Los Pirineos, mientras invertimos fortunas en concertinas en las fronteras de Ceuta y Melilla?



Una vez más la noticia de portada deja de tener virtualidad cuando agota su recorrido (el que somos capaces de tolerar) y  cuando vuelve a camuflarse sin pudor entre las que atañen a cientos de niños y adultos sin rostro que desaparecen a diario en el Mediterráneo devorados por alimañas a las que, por supuesto, eternamente “agradeceremos” su natural comportamiento antes de que (ojos que no ven… ) aparezcan fotos que nos hagan estremecer de nuevo.



A la vista de aquel ya lejano suceso, nuestro insensible corazón -ese que permitimos irracional, insensata e irreflexivamente que nos moldeen a diario los más pérfidos alfareros de la telebasura- es capaz de vidriar nuestros ojos con lágrimas (de cocodrilo) con la misma facilidad que nuestro selectivo cerebro se especializa en depurar la técnica para descarnar langostinos con una mano sin manchar el reluciente catavino que sostiene la otra.


Mucho temo, Alan, que con tu marcha, como ocurre con todas las muertes, has perdido principalmente tú, y muy cerca de ti, tu familia. El resto de mortales, los que esperan algún día compartir contigo la eternidad y los que aseveran que ya solo queda tu recuerdo, permanecen -persistimos- entre llantinas y gimoteos, reclamando al camarero otra toallita refrescante con aroma a limón, en un intento desesperado por limpiar nuestras conciencias como si en ellas morara ese característico y pasajero olor a crustáceo cocido que queda entre los dedos, una vez chupados con deleite hasta la extenuación.


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