miércoles, 11 de mayo de 2016

Diáspora de titulados y emigración

Artículo de Luis Marín Sicilia

“Pretender hoy tener el puesto de trabajo "al lado de mi casa" es, aparte de amputar la propia autoestima, colocarse de espaldas a la corriente por donde circula el avance de la llamada sociedad de bienestar”

“O las nuevas generaciones se preparan ante el reto que ello implica o tendrán un futuro plañidero que nada resuelve”

“Se precisan niveles educativos muy altos para evitar que España se convierta en el bar de copas de Europa”


La progresiva interdependencia entre países, culturas, negocios y sociedades ha acentuado las relaciones humanas hasta niveles en que los conceptos migratorios, tan en boga en la segunda mitad del siglo XX, tienen un valor relativo. Mientras entonces el éxodo y la emigración tenían componentes económicos y de clase social, hoy priorizan factores personales de índole profesional o cultural en los flujos de personas entre distintos países dentro de la Unión Europea.

Aquel éxodo del ámbito rural a las grandes urbes industriales, además de provocar desgarros personales y familiares, tuvo como base y motivación el exceso de mano de obra rural no cualificada, debido a la mecanización de la agricultura. Esa mano de obra encontró acomodo en las grandes ciudades, donde la especialización laboral provocó que otros hicieran los trabajos que los allí residentes no querían hacer.

Trasladar ese concepto migratorio de necesidad casi vital al tránsito que hoy se produce en un mundo globalizado es buscar razones melodramáticas a lo que simplemente es consecuencia del progreso de la humanidad. Pretender hoy tener el puesto de trabajo "al lado de mi casa" es, aparte de amputar la propia autoestima, colocarse de espaldas a la corriente por donde circula el avance de la llamada sociedad de bienestar. Es curioso observar cómo las personas, grupos o partidos que más presumen de progresistas sean los que intenten con más esmero desacreditar al fenómeno de la mundialización del capital financiero, industrial y comercial que ha desembocado en una integración cultural, política y social que sobrepasa las fronteras nacionales.

Guste más o guste menos, lo cierto es que un fenómeno que comenzó antes de la revolución industrial, con la apertura del comercio entre el viejo y el nuevo mundo, es hoy una realidad innegable a la que no se le pueden enfrentar, con posibilidades de éxito, corrientes ideológicas y actitudes personales basadas en la melancolía de los tiempos pretéritos recordados de forma bucólicamente idealizada. Actitudes acomodaticias, contrarias a la asunción del reto que supone la competencia en un mundo globalizado, son preludio de un fracaso personal que solo terminarán en la demanda de ayuda social y económica por parte de quienes no sean capaces de enfrentarse al mismo.

Miles de titulados universitarios han salido de España para encontrar acomodo profesional en otros países de la Unión Europea. ¿Es eso emigración? Utilizar tal término es demasiado simplista dada la connotación negativa que el mismo implica. En realidad estamos ante fenómenos de realización personal, como lo acredita el hecho de que muchos de tales profesionales no tengan previsto su regreso a España, salvo que el mismo suponga una notable mejora de sus circunstancias económicas, familiares y culturales.

Hay que entender que los avances tecnológicos y de las comunicaciones han supuesto una ruptura enorme de los muros y barreras fronterizos. En la práctica, Europa es una zona de libre circulación. Trabajar en Londres o en Frankfurt, en Viena o en Lisboa, es hoy tan natural como hace treinta años era hacerlo en Barcelona, Madrid o Badajoz. Incluso la distancia, medida en el factor tiempo, es infinitamente inferior a la vivida entonces entre ciudades peninsulares. ¿Puede llamarse a eso emigración o lo que se pretende es dramatizar con un desarraigo solo existente en mentes retorcidas o primitivas?

Quizás el hurgar en este tema tenga, para algunos, intenciones políticas partidarias que nada bueno aportan, ni a la sociedad ni a los afectados por el fenómeno de la globalización. La verdad es que, o las nuevas generaciones se preparan ante el reto que ello implica o tendrán un futuro plañidero que nada resuelve. Por ello es tan trascendental el sistema educativo que, por desgracia, ha sido tan pernicioso en España. Aunque los últimos datos de los informes PISA arrojan una leve mejoría, lo cierto es que, junto con Portugal, estamos en la tasa más baja de Formación Profesional con el 24 %, mientras Finlandia tiene el 65 % y Holanda el 76 %, ocupando nuestro país los puestos 33 en matemáticas, 29 en ciencias y 30 en habilidad lectora.

Si España ocupa los primeros puestos en abandono escolar, que era del 24 % en 2015, quiere decir que, en un mundo que exige formación y conocimientos técnicos, hay un porcentaje muy alto de españoles que están llamados a ocupar los puestos más bajos del estrato social, los que no precisan especialización técnica.

Los movimientos migratorios del siglo pasado nada tienen que ver con la situación actual que tiene su razón de ser en la escasez de puestos de trabajo en España que exijan conocimientos técnicos o profesionales. No hay, pues, motivos de atraso cultural sino falta de oportunidades debido a un doble factor: por una parte, la errónea política educativa, sobredimensionada en la titulitis universitaria, que ha sembrado el mapa de universidades, mientras ha olvidado la formación profesional, con una proyección mínima y pacata. Y de otra parte, una economía nacional volcada en los sectores primario y de servicios, y enormemente limitada en el sector industrial y tecnológico.

Para asentar bien el futuro de las jóvenes generaciones hay, por tanto, que educarlas en el esfuerzo, la superación personal, la responsabilidad y la constancia, para acreditar virtudes de mérito y capacidad en este mundo globalizado. Como bien ha dicho el filósofo y ensayista José Antonio Marina, "se precisan niveles educativos muy altos para evitar que España se convierta en el bar de copas de Europa"


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