martes, 24 de enero de 2017

La energía ni se crea ni se destruye pero ¡vaya si se paga!


Artículo de Paco Romero


“Es noticia siempre, y particularmente ahora por culpa de los fríos siberianos, las temidas y temibles cifras de la factura de la luz”

“Llevémonos pacíficamente con la ciencia porque, entre otras cosas, la electricidad no se puede almacenar en tiempos de bonanza, la naturaleza es caprichosa y, además, no nos queda más remedio”

“Nosotros -¡no, gracias!- no somos de nucleares y, además, preferimos que los riesgos los soporten otros…”



Tuvo que ser Joule, afamado antepasado de los del brexit, el que legara a la posteridad un aserto tan acreditado como difícil de entender para el común de los mortales: "la energía ni se crea ni se destruye, solo se transforma". Bajo el famoso enunciado del Principio de Conservación de la Energía, lo que el british legó a la Ciencia hace 170 años es que la energía puede transferirse de un cuerpo a otro o transformarse de una forma a otra, pero la cantidad total de energía del sistema, antes y después de cualquiera de los procesos, permanece constante.

Es noticia siempre, y particularmente ahora por culpa de los fríos siberianos, las temidas y temibles cifras de la factura de la luz, ésa que permanece al acecho para pegarle un buen bocado a nuestro presupuesto, lo cual, pese a nuestras constantes quejas, siempre resulta más gratificante que pasar la noche entre cartones -fueraparte alegorías- a la verita de un cajero automático en el zaguán de cualquier entidad bancaria.

Nos hemos acostumbrado sin rechistar a los provechos que, por mor de la electricidad, nos hacen la vida más amable y placentera. Desde hace ya algún tiempo es imposible concebir la vida sin ella y apenas reparamos en la media docena de genios que fueron capaces de observar, allá por el siglo XVII, que unas partículas cargadas eran capaces de fluir a través de un conductor. Ni se imaginaban aquellos pollitos la que iban a liar cuatro siglos después en las cuentas de los moradores del planeta.

Pese a lo que escuchamos o leemos estos días, no existe ni existirá nada capaz de generar energía o de hacerla desaparecer, por tanto, asumámoslo y llevémonos pacíficamente con la ciencia porque, entre otras cosas, la electricidad no se puede almacenar en tiempos de bonanza, la naturaleza es caprichosa y, además, no nos queda más remedio.

¿Pero qué pagamos en el recibo de la luz? De cada 100 euros, 40 van destinados a las ayudas a las renovables, al transporte y a la distribución, parcial que el gobierno ha decidido congelar para el año 2017. Otros 25 euros van a impuestos y solo los 35 restantes se corresponden con el consumo, apartado que es justo lo que en estos días sube como la espuma.

¿Y por qué sube? La respuesta es fácil para quien quiera entenderlo: Pinchar la burbuja de las renovables que el ínclito ZP infló a base de primas sigue costando muy caro a los contribuyentes españoles; la energía solar, costes de inversión aparte, es claramente insuficiente y la ausencia de agua dificulta la producción hidráulica, que es la más barata; lo mismo ocurre con la escasez de viento que tiene paralizada la producción eólica aunque, si alguna vez se amortiza, será también asequible. Ante la ausencia de producción nuclear en Francia -que ocupa el primer lugar mundial por densidad de población y el segundo por cantidad de producción-, casi en parada técnica e importador temporal a consecuencia de la revisión actual de sus reactores, solo nos queda recurrir al gas para la producción eléctrica y es justamente el precio de esta materia prima el que se ha disparado.

Aunque el gesto sigue siendo el mismo, mucho han cambiado las cosas desde que llegara la luz a nuestras casas, concretamente a mi pueblo hace ahora un siglo: Seguimos pellizcando la pared para que se encienda la breva colgada del techo sin reparar en los gigantescos pasos desde el provincianismo a la globalización eléctrica, sin observar ni importarnos, salvo por el temido recibo, que el flujo de electrones nos llegue desde la fábrica de la luz de la Rivera del Huéznar, de los molinillos de Tarifa o de las centrales nucleares francesas.

El objetivo a corto plazo no puede ser otro que incrementar la oferta de gas para abaratar los precios y a medio y largo pagar sin rechistar la “inversión” en renovables y/o invertir en energía nuclear -la fuente más barata- para no depender de la producción francesa (casi tres centrales nucleares gabachas funcionan exclusivamente para exportar suministrar a España). Claro que nosotros -¡no, gracias!- no somos de nucleares y, además, preferimos que los riesgos los soporten otros… como si la frontera evitara, por ejemplo, que Candanchú, a 140 kilómetros de la central de Golfech, sufra las consecuencias de un desastre nuclear.


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