viernes, 1 de septiembre de 2017

Un ejército


Artículo de Enric Cabecerans


A nadie se le escapa la barbarie que puede generar el fanatismo. Hace unos días lo hemos vivido en Barcelona. Individuos radicalizados y obcecados fueron capaces de matar sin compasión, creando un pánico injustificado y generando la mayor de las frustraciones a personas anónimas e inocentes. Los actos de fe en un discurso perverso pueden provocan este tipo de comportamientos. Lamentablemente, el ser humano, en su inmensa capacidad para transformar y transformarse, puede convertirse en el peor enemigo de sí mismo.

Del mismo modo, el monstruo del nacionalismo sigue alimentándose, en este caso, con la desgracia de aquellos que han sufrido el golpe del terrorismo. El pasado sábado, las huestes catalanistas aprovecharon la manifestación convocada en repulsa del terror, para reivindicar la pretendida diferencia de los catalanes con respecto al resto de los españoles. Las declaraciones previas de algunos políticos y representantes de las instituciones catalanas mostraron una absoluta falta de escrúpulos al hacer prevalecer su discurso de ruptura con el Estado español por encima del drama que se había vivido días antes. Al final, no hay mucha diferencia entre los que se entregan a un credo religioso radical y los que se inspiran en un pensamiento nacionalista, ambos se basan en una dicotomía excluyente, nosotros-vosotros, fieles versus infieles, catalanes contra no catalanes...

La historia nos explica el modo en que los hombres se han organizado a lo largo de su existencia, creando, primero, formas de convivencia basadas en el poder de la fuerza y el miedo, hasta llegar a las actuales sociedades modernas fundamentadas en un corpus normativo que permite un entendimiento saludable entre sus ciudadanos, pasando del autoritarismo a la democracia. Sin embargo, parece que algunos se empeñan en repetir los errores de antaño, luchas de religión y guerras cainitas entre iguales (recordemos la rebelión cantonal), que solo traen más dolor.

Por si esto no fuera suficiente, nuestros gobernantes que debieran contrarrestar los problemas que crean este tipo de pensamientos, están inmersos en casos de corrupción que les señalan como individuos sin capacidad para defender el interés común, puesto que se han dedicado a permitir el lucro personal de unos pocos. De hecho, los partidos políticos a los que pertenecen estas personas están claramente viciados y han dejado de ser fiables. En consecuencia, las propias instituciones están repletas de individuos que solo buscan defender sus intereses o los de sus grupos de pertenencia.

Para resolver esta situación necesitamos un ejército. Sí, necesitamos un ejército de personas íntegras que quieran combatir la estupidez humana en términos de Cipolla (el terrorista que se autoinmola es la personificación de esa estupidez). Combatamos a los fanáticos religiosos y nacionalistas, a los corruptos y a todos aquellos que se sienten tocados por la coleta de Dios y que quieren ser ungidos como “el elegido”. Necesitamos personas que constituyan un ejército cimentado en el mérito y la capacidad y no solo en la obediencia al que ostenta el poder; personas honestas que sepan cual debe ser su sitio en base a sus competencias y habilidades, sin que por ello nadie se sienta de menos.

Nadie es perfecto y nadie es, estrictamente, indispensable, pero para que una sociedad funcione adecuadamente se hace necesario un cierto orden. El orden, dentro de las estructuras sociales, se ha construido, históricamente, sobre la jerarquía. Es decir, un sistema de gradación que permite una convivencia efectiva a partir de un modelo en el que unos pocos toman las decisiones que afectan a todo un colectivo. La fuerza bruta y la tradición han sido los elementos que han constituido las jerarquías tradicionales. Éstas, junto a la religión, han creado unas estructuras sociales que están en decadencia porque el pensamiento racional ha progresado en las sociedades occidentales.

Hoy en día, con una población más instruida y con una tecnología mucho más avanzada, la jerarquía se construye sobre sistemas de elección. La democracia ha sido un avance sustancial en la ordenación de nuestra sociedad, pero elementos como la corrupción provocan la distorsión del sistema y, por ello, es imprescindible buscar alternativas que eviten una involución. La vuelta al pasado no es solución.

Vemos como algunos presidentes de Comunidades Autónomas están imputados por delitos penales. Vemos que la financiación de los partidos más importantes está en entredicho. Vemos contabilidades en B y sobres con dinero negro circulando entre políticos… Quizá, la propia idiosincrasia de los partidos sea la que facilita el deterioro moral de las personas que las integran. En todo caso, es obligado pararse y examinar a fondo qué es lo que está fallando. Quizá no podamos determinar si bandas de delincuentes se han adueñado de los partidos o si estas organizaciones se han transformado, por si solas, en pura mafia. En todo caso, sería de ilusos pensar que los responsables del mantenimiento del actual statu quo estén dispuestos a impulsar los cambios necesarios que impidan la arbitrariedad con la que suelen proceder.

Aquellos que queremos una sociedad donde prevalezca la justicia, donde las normas obliguen a todos por igual, donde podamos vivir en libertad, sin temor a los abusos de poder, necesitamos que la gente honorable de un paso al frente y se comprometa en la defensa de estos valores, sea cual sea su credo y sean cuales sean sus sentimientos.

Un buen amigo mío suele recordar que para ser ingeniero hay que estudiar mucho, pero para ser honesto solo hay que querer serlo. Como otras muchas cosas, es una cuestión de voluntad.



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