jueves, 18 de enero de 2018

Rivera


Artículo de Federico Relimpio


A pocos se les escapa que los acontecimientos recientes de Cataluña han provocado un seísmo político en España. No cabe la menor duda de que el desafío independentista ha sido la mayor amenaza a la casa común desde 23F, aunque sus razones no sean comparables, en modo alguno. Y, al igual que se vio en aquel momento, es posible que estemos ante un profundo movimiento de las consciencias que termine proporcionando una sacudida al tablero político.
Meses después del 23F, España daba un giro brusco de timón político: cambio de generación, de caras y de orientación política. Cambio de lenguaje, modos y prioridades. El cambio, por decirlo en una sola palabra que lo resumía todo. Tal fue la empleada en el eslogan del PSOE en 1982, y fue recompensada por una mayoría parlamentaria cuyo calibre no ha sido posible reeditar («el rodillo»). El momento, por otra parte, no estaba en desconexión con lo que pasaba en nuestro entorno. Poco antes, nuestro vecino del norte y ejemplo en tantas otras cosas, optaba por dar un mandato presidencial a François Mitterrand, aliado y valedor de Felipe González en todo el proceso que habría de venir en cuanto la incorporación de nuestro país a la UE. Es curioso, además, que los mandatos de ambos cesaran casi a la vez: en el 95 el francés y en el 96 el español. Spain is not different, malgré tout.
 
Como nuestro vecino del norte, hemos sufrido los avatares de la terrible crisis económica del 2008, importada de los EEUU. Y, del mismo modo, hemos sufrido el descrédito y la parálisis de los partidos políticos tradicionales. Recientemente, hemos visto la descomposición del sistema político francés y la ocupación del poder por un recién llegado que crea de la noche a la mañana su propio partido político, más una plataforma de poder personal que otra cosa. Pero ahí lo tenemos, para quedarse. Un centrista — ¿qué es eso…? —, liberal, europeísta, aliado de la banca y sobre todo, melón por calar.

Sigamos con la imagen especular, en la medida en nos sea posible: al sur de los Pirineos, no podemos decir que Albert Rivera sea precisamente un recién llegado a la política catalana primero, y española después. Su trayectoria ha sido difícil, en un mundo hostil para él, como el catalán. Pero portaba un mensaje diferente, que solo un español criado en la Cataluña contemporánea podía comprender. Pero permítaseme una elipsis y un retroceso en el tiempo.

Cabe proponer que Felipismo y Pujolismo crecieron y envejecieron como vecinos y aliados. Delimitaron sus territorios y sus lenguajes. Más que de lo que se hablaba, lo que caracterizaba a ambos regímenes, era de lo que de ningún modo se podía hablar. Un sistema acordado de tabúes. Y tabú era, para el Felipismo, hablar de su traición al obrerismo y su coqueteo con la beautiful y con la buena vida. Y, para la versión andaluza del Felipismo, hablar del centralismo sevillano, entre otras cosas. Del mismo modo, tabú era, en Cataluña, hablar de una minoría castellano-parlante a la que se negaba el pan y la sal (por ejemplo, educar a sus hijos en su lengua materna, cooficial en el territorio solo de nombre). Cayó al fin el Felipismo en casi todas partes — menos en la aldea andaluza —, y fue sustituido por el PP. Pero este seguía necesitando al Pujolismo. Seguían vigente, pues, sus tabúes. Y de lo hiriente de esos tabúes viene Rivera.

Tal vez el éxito de Rivera venga del exceso. De un exceso de café. Porque de eso se trataba: café para todos, cuando no todos querían café. O, al menos, tanto café torrefacto. El título VIII de la C.E. alimentó el monstruo del burgo podrido y la corrupción, de Cantabria al Gilismo, pasando por los EREs y las tarjetas black. La prepotencia del poder local no dejó nada inmune. De aquellos lodos, primero la resignación: «así somos, es inevitable». Luego, la cólera, la rebeldía. Recientemente, advertía Iñaki Gabilondo que un replanteamiento político amplio en España podría no ser necesariamente progresista, sino todo lo contrario. Pues bien, los mimbres sociales están ahí, para tejer el cesto. Una vez más, coincide con el hundimiento social y electoral de la izquierda al otro lado de los Pirineos: en las recientes convocatorias electorales francesas, el problema ha sido la contención de la ultraderecha — en esto sí somos diferentes, grâce à Dieu —.

Pero yo hablaba acerca del exceso locorregional. Lo conozco bien, en ello me he criado: es el «tal como somos» del Canal Sur. Por ejemplo, excesiva ha resultado la fragmentación del Sistema Nacional de Salud. Para muestra, mil botones: las dificultades que está teniendo la receta electrónica nacional o que hayamos podido parir… ¡17 calendarios de vacunaciones! Tenemos 17 normativas para todo. Se les muestra a los estudiantes de la ESO 17 versiones de la Historia de España, o de ese país de m… llamado Espanya. 17 Parlamentos y 17 Boletines. Un dislate, en un país no tan grande. Un empacho de café, ya digo. Hoy, es más fácil para un médico o un enfermero de Andalucía conseguir trabajo en Francia o en Inglaterra, que en la Comunidad de Autónoma de al lado, por no decir en Cataluña o el País Vasco. Hemos suavizado las fronteras exteriores, y vamos erigiendo tales fronteras interiores que, a este paso, poco le van a envidiar al muro que construyen los israelíes a los palestinos.

Cui prodest? (¿Quién se beneficia?). Está claro: los nuevos señoritos. O, mejor dicho, los de siempre: las élites que rigieron lo local desde el tiempo de los romanos y que hacen lo que saben: trabajar — y no mucho — a favor de sus clientes, para que les voten y les mantengan en sus lucrativos puestos. Para desesperación de otras gentes, ansiosas de otras formas de gobernar. Deseosas también de representantes electos a los que conozcan personalmente, y a los que puedan llevar sus cuitas. Ciudadanos ávidos de cuentas públicas transparentes y verificables. Tal vez sea demasiado pedir, para 17 laberintos autonómicos, oscurecidos en algunos casos por lenguas vernáculas y mitos irredentistas. ¿Una aspiración excesiva, quizás? En el 78, el desarrollo autonómico prometía más Democracia frente a un centro opresivo. Visto tantos años después, cabe cuestionar si la borrachera de poder local no hizo sino forjar un panorama de nuevos oprimidos y privilegiados.

Repito con frecuencia que al riverismo — si hay tal, y si toma carta de naturaleza — se opondrán encarnizadamente las clientelas locorregionales, temblorosas ante una ola de… ¿jacobinismo liberal…? ¿Eso existe o es concebible…? Ciudadanos invoca la Constitución y triunfa en los sondeos. En su marcha, mal se entiende que siga sosteniendo máquinas clientelares, malversadoras y prevaricadoras, como — por ejemplo — la actual Junta de Andalucía, por mucho que esta finja desgarrarse las vestiduras y abominar de pasados crímenes actualmente en el banquillo. El riverismo — insisto: si llega a haber tal — será transparencia, o decepción, más de lo mismo: un suflé de derechas. Un Podemos anaranjando, con camino de ida y vuelta. Ya lo dice Seth Godin, maestro de márquetin — y Ciudadanos pretende ser algo más que eso —: si quieres diferenciarte, no puedes ser una vaca más, paciendo en el prado; tienes que ser la vaca púrpura que resalta en la distancia. Ojito, pues, con llegar y repetir las viejas prácticas. Estaría bien, por ejemplo, restaurar los viejos controles que daban solidez a nuestra Democracia, y autoexigirse interventores de acero y — por fin —plena independencia del poder judicial.

Termino, que me sale largo. Ha pasado mucho tiempo desde el 82, mucho desde el 23F. Ante los recientes acontecimientos de Cataluña, España reacciona, como entonces, pidiendo un cambio. Y tiene mucho que cambiar. Y mucha gente ansiosa de cambio. Acerca de esto, podríamos debatir días y meses. Y, para muchos, el cambio no viene por lo que acabo de glosar. Pero, en el tablero político, el cambio que se apunta en el horizonte parece anaranjado. Tal vez sea algo, tal vez nada. O tal vez otra oportunidad perdida. Pero si, en el camino, damos un paso hacia la transparencia y la independencia judicial, por ejemplo, hacia la cohesión territorial — sin perder lo que de verdad aporta la descentralización —, y hacia la eliminación de lo superfluo, bien habrá valido la pena.








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