jueves, 22 de enero de 2015

La Cultura no oficial

José María Maldonado
El poder siempre ha sido enemigo de la cultura libre, y según los tiempos la ha obstaculizado de una u otra forma para favorecer un tipo de manifestaciones culturales que no le fuesen en exceso molestas. En la época de la dictadura no hacía falta disimulo:
censura y persecución a las claras. No obstante, el país estaba lleno de grupos de teatro independientes, discotecas en las que actuaban los músicos, empresas privadas de contratación, sellos discográficos, artistas y hasta productoras de cine que arriesgaban su dinero. Muchos creadores tenían que hacer juegos malabares para estar siempre al filo de lo que se permitía, o burlar con el ingenio la frecuente torpeza de los censores. Pero ahí estaban, por ejemplo, los teatros de Madrid -llenos- en los que una buena pléyade de autores estrenaban año tras año sus obras.

Al llegar la democracia desapareció por fin la censura, pero los problemas para la vida cultural iban a ser otros. Parece una paradoja, pero al pretender protegerla se la hirió de otra forma. Se creó el Ministerio de Cultura, antes inexistente, y con él llegó la consiguiente metástasis autonómica y local: consejerías y concejalías de cultura en todas las fracciones del kafkiano organigrama del poder, cada vez más complejo. Todos los centros políticos de cultura manejaban subvenciones y patrocinaban conciertos y eventos varios, pagando a veces cantidades sustanciosas a los artistas elegidos para tales actos; y con ello se hizo una competencia feroz a la iniciativa privada. Se daba el caso de que pocos días antes de que un grupo o cantante fuese a una ciudad a actuar en una discoteca, el ayuntamiento de la misma localidad le organizaba un concierto con entrada libre en la plaza de la villa, con lo que el pobre empresario de la discoteca se encontraba con el local vacío y la consiguiente ruina. La gente se fue acostumbrando a no pagar por los conciertos o por el teatro. Las salas privadas fueron cerrando una tras otra, y los teatros privados también. En pocos años toda la vida cultural del país empezó a depender de los dineros públicos, con lo que una nueva forma de censura comenzó a funcionar. No se podían producir otros espectáculos que aquéllos que obtenían el visto bueno del político de turno, que era el que tenía que dar la subvención.

Durante el felipismo, el control sobre toda la cultura era absoluto. Salvo cuatro héroes independientes, todo el cine, todo el teatro y toda la música dependía de los políticos. Los artistas se pasaban las horas y los días en los pasillos de los centros del poder, intentando que se les recibiera en los despachos. Se llegó a acuñar el término "pasillero" para definir a muchos de esos artistas, a veces mediocres pero que, gracias a su insistencia y a su adherencia al partido, aparecían en todas las películas o en todos los festivales. Los actores tal vez fuesen los más hábiles a la hora de conseguir dinero público, siempre con la cantinela de la crisis del teatro o la crisis del cine y que tenían que ser protegidos.

Y como siempre que interviene la política, todo resultó carísimo. No vamos a hablar de corrupción, de amiguis
mo o de censura positiva (tan letal como la otra). No hace falta. Con echar un vistazo al disparate de administraciones que se creó en torno a la cultura podemos calcular que cada obra de teatro, cada concierto, cada publicación o cada película que se hacía (o que se hace aún) nos cuesta un ojo de la cara. Para más inri llegó la crisis de verdad, y con los recortes casi todo el dinero se va en mantener la enorme maquinaria administrativa que en teoría se encarga de la cultura. Ya casi no hay subvenciones para nadie, todo se gasta en edificios, sueldos de jefes o funcionarios sin apenas función. Vaya usted a pedir una ayuda para publicar un libro, un disco, para hacer una película o montar una obra teatral, verá la risa que les entra; sobre todo si no va usted con un enchufe de alto voltaje. No hay dinero para cultura; mejor dicho: hay muchísimo, pero todo se queda en el camino. Si hiciéramos un recuento de los edificios y despachos de cultura que hay en cualquier autonomía, por ejemplo en Andalucía, entre Junta, diputaciones, ayuntamientos y administraciones paralelas, y sumásemos lo que mensualmente cuesta todo eso acabaríamos haciendo rogativas para que de verdad cayera el meteorito de Eduardo Maestre.

El arte sobrevivirá, pese a todo. Los músicos han optado por grabar los discos en su casa con mucho trabajo y poco coste. Los actores están encontrando microteatros y salas privadas de nuevo. Se abren bares y locales donde la gente expone, lee, actúa o canta. Con muchas trabas, eso sí, pues hay que mantener la enorme maquinaria inútil a base de muchos impuestos y la gente está cortita, pero hay signos de vitalidad evidentes. El arte está volviendo a brotar desde abajo, como ocurriera en los últimos años del franquismo. La cultura no oficial se abre paso por todas partes. Tal vez eso quiera decir que nos acercamos a otro cambio importante. La gente está tomando conciencia de que hay que acabar con otro dinosaurio.




1 comentario:

  1. Yo creo que Internet va a mejorarlo todo en el futuro, espero. Si Mahoma no va a la Junta, la Junta irá a Mahoma. Todo es más fácil de organizar ahora, la publicidad es más fácil de desarrollar... es más fácil triunfar si el Internet no se censura.
    Pero esta gente de la Junta es lo más reaccionario que existe, no les gusta la libertad que da Internet. Quieren mantener a la gente en la sopa boba y multiplicar sus tentáculos para que Internet tenga el menor poder posible.

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