sábado, 23 de mayo de 2015

Primer día en Cuba




No necesito escuchar a Alfonso Rojo o a Eduardo Inda para saber lo que hay en Cuba. Tampoco necesito 'contrastar' la información con la sabiduría de Beatriz Montañez. Prescindo de la enriquecedora e inesperada instrucción de Bertín Osborne. Ni siquiera me hace falta que un liberal me diga cuál es el programa oculto de Pablo Iglesias. En estos momentos de auténtica zozobra en mi país, la suerte inmensa que tengo es que soy de los pocos españoles de menos de 30 años que han recorrido 11 de las 15 provincias de Cuba y han estudiado en la Universidad Complutense de Madrid: nido, incubadora, territorio meado y grafiteado -por aquello de marcar territorio- por los creadores de Podemos.
 
Si algo me ha cambiado en mi vida, han sido los viajes. Me siento una persona totalmente distinta cuando vuelvo de un nuevo destino. Hay ciertos países que me chocaron más que otros: con 13 años aterricé por primera vez en Estados Unidos, y aquello fue como colarse en una película de Hollywood durante cinco días. Aterrizar en Australia es desconcertante, un tanto molesto y a la vez excitante. Pasar de Tailandia a Laos en canoa es cutre y por lo general chapucero. Pero llegar a Cuba es simplemente apasionante.

Hace algún tiempo soñé que volvía a Cuba. Era un sueño dentro de un sueño. Mi primer día en Cuba, un día de mitad de agosto de 2009, sentí que maduraba por lo menos cinco años. Me sentí como Tom Hanks en la película Big (y un poco, casi, como en la historia de Náufrago). Llegué al aeropuerto Internacional José Martí de La Habana buscando al contacto de mi padre, José Luis, hermano del veterinario de nuestros perros, Emilio, un inmigrante que trabajaba en el Podenco de Sevilla. Nunca olvidaré que, al recoger mis maletas y ponerme en la fila de la aduana, los cubanos se saltaban de una cola a otra sin inmutarse ante el que esperaba pacientemente. Tras ese control de pasaportes habia un atril con tres bellas mujeres vestidas con bata blanca que interrogaban al recién llegado sobre su salud. Al recibir un papelito blanco que me advertía de que pasarían por mi casa en unos días para comprobar mi estado de salud, la mujer del control extendió su mano y me preguntó con lástima y voz claramente baja:

- Oye, ¿tú no tendrás unos euritos para que pueda comer y alimentar a mis hijos al llegar a casa? Me bastan unas monedas.

Le di apenas dos euros y pico, la calderilla que tenía en la cartera puesto que lo demás eran dólares americanos, imprescindibles en el país para comprar en los 'supermercados para turistas'. Más que por pena o compasión, se los di con el miedo y el respeto que me daban un país y unos tratos que no conocía.

Quedar con José Luis había sido muy difícil porque no solía contestar a los SMS. Pero ahí me esperaba, en la sala de llegadas, con una hoja en blanco con mi nombre, semblante serio, como cansado, pero una figura robusta y mirada dura, de una persona trabajadora que no ha conocido la diversión. José Luis pasaba los 50 años y aún no había salido de Cuba, pero parecía que había recorrido el mundo entero. Salimos fuera. Bochorno típico del Caribe. Tormentas y viento al fondo: es la imagen más típica de la isla, la de los relámpagos que se deslizan bajo unas nubes que solo había visto en videojuegos como Monkey Island.

Lo más sorprendente estaba por llegar. El taxista de la zona de aparcamiento nos pidió ayuda a José Luis y a mí para arrancar su coche, un Moskvitch 2140 al que empujamos aliviados por la lluvia fina y fría. Yo estaba convencido de que el taxista era un amigo de José Luis, que nos haría un favor que José Luis le devolvería más tarde. Mientras tanto me había preparado y traía regalos para ambos: El taxista recibiría una maquinilla de afeitar eléctrica y mi nuevo amigo una cartera de cuero. El taxista, nervioso y sin esperar mi regalo, lo cogió sin dar las gracias. Mi colega examinó la cartera inexpresivo, pero dándome las gracias. Avanzábamos por una autopista bastante bien pavimentada (la única terminada en todo el país) en dirección a La Habana y a cada tres kilómetros se sucedían carteles propagandísticos del Che Guevara, Fidel Castro o José Martí. Como en Estados Unidos ocho años antes, me sentía en un escenario de película.

Al llegar a la casa de Miladys, antigua anfitriona de mi padre, me despedí de mis dos rescatadores y bebí zumo (jugo) de papaya con un montón de tropezones. Lo recuerdo asqueroso pero sé que puse cara de compromiso. A la mañana siguiente, José Luis me anunció: ''Oye, Rafael, tú sabes que me debes 15 CUC (pesos convertibles, equivalentes a $15) por el taxi de ayer''. Me di cuenta que en aquel país nada me iba a salir gratis.


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