lunes, 1 de junio de 2015

La pitada




El F.C Barcelona hace muchos años que venció los complejos sobre los terrenos de juego. El fruto de esta superación es haberse convertido en el mejor club de la historia del deporte. El antológico gol de Messi  en la final copera vino a refrendar esa manera de entender la vida como un acto poético de belleza inigualable. Desgraciadamente, los catalanes y, por supuesto los vascos, han sido incapaces de superar este falso victimismo de naciones agredidas por España. En realidad, ni son naciones ni fueron atacadas por nadie. Al menos, no más que otros territorios.

En cualquier caso, la pitada al himno español tiene su origen en el año en el que a los socialistas se les ocurrió ceder la competencia de educación a las autonomías y éstas, como era de esperar, inventaron la historia. No sólo Cataluña, también a Andalucía le dio por el estudio de la figura del patán de Blas Infante. Es obvio que los vascos y catalanes aprovecharon el control de la educación para sembrar el odio a todo aquello que oliera a  español. Todavía recuerdo a ese Manolito Chaves afirmando que  lo que fuera bueno para Cataluña lo sería para Andalucía. Luego llegó Aznar, tras marcarse miles de abdominales, para hacer todo tipo de concesiones a los nacionalistas, mientras hacía poner una bandera gigante de España en el jardín de su casa de Marbella De aquellos lodos vienen estos barros.

Silbar no es libertad de expresión sino la prueba palpable de la mala educación de los nacionalistas. El triunfo de la turba sobre la inteligencia pero,  faltaría más, es una victoria efímera e intrascendente. Sencillamente los catalanes y los vascos han convertido su nacionalismo en una gigantesca gymkhana al aire libre. Una forma de huir de sus complejos más enraizados. Cuando el catalanismo y el PNV  se pregunten por qué pierden una y otra vez contra España, deberían tornar sus ojos a esas pitadas estruendosas en las finales de copa. Ese jugador del Athletic, creo que se llama Aduritz, muerto de risa al escuchar los pitos y, dos horas más tarde verle llorar sobre el césped es la prueba evidente de que jamás serán capaces de pagar el precio que les lleve a la independencia.

La pitada al himno ha enojado enormemente a los españoles de bien. Me hago cargo de ese tremendo cabreo. Sin embargo, no puedo pasar por alto que muchos de esos que se mostraban indignados eran de Andalucía, la región que sistemáticamente vota por la secta del capullo en todas las elecciones. Esa organización en cuyos mítines desaparecen las banderas españolas y pacta con cualquier fuerza nacionalista con tal de tener la llave de la caja. Muy probablemente a esos sureños lo de la pitada al himno es lo de menos. Lo relevante, lo verdaderamente importante es que su equipo, el Real Madrid, es incapaz de terminar con la hegemonía del Barcelona en el futbol español. Cuesta creerlo, pero esta gentuza no se muestra nunca tan indignada por los recortes en sanidad acometidos por el gobierno andaluz, ni con el fraude de los cursos de formación ni, mucho menos, con el latrocinio institucionalizado que dura ya tres largas décadas. La pitada al himno, por tanto, hay que enmarcarla dentro de esa frustración deportiva de ver al equipo de Luis Enrique ganando el doblete, una espinita  clavada en el ojete del madridismo. Pura impostura demostrada por el hecho de que gran parte de los mensajes de condena por la pitada iban dirigidos a los catalanes y, muy pocos tenían  a los vascos como destinatarios. La hinchada mayoritaria en el Camp Nou el pasado sábado.

El problema no es quien agrede a los símbolos nacionales, sino lo que  estamos dispuestos a hacer nosotros para impedirlo. Es evidente que el Barcelona y el Athletic de Bilbao deberían ser sancionados un par de temporadas sin jugar la Copa del Rey pero, al margen de sanciones deportivas, debemos trazar una línea más y el que la pase, que se atenga a las consecuencias. Una raya fina e infranqueable tras la que no se admiten expresiones como “en castellano”  “a Coruña” o la franquista “estado español”. Recuerden que es en el lenguaje donde se comienza a fraguar todo este lío de nacionalistas de campanario cuyas campanas  hoy  tocan por Paletonia, capital Barcelona.



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