martes, 3 de mayo de 2016

Justicia imparcial y voto achacoso



Artículo de Paco Romero



“El debate sugerido no es nuevo: la independencia de jueces y tribunales, cierto es, resulta un logro imposible al cien por cien”


“No puede, no debe, transcurrir una legislatura más sin resucitar a Montesquieu, para quien la libertad es producto del ordenamiento legal construido sobre la base de la separación de los poderes principales del Estado”
  

“Si sube Podemos es que la sociedad está enferma”. Por lo demás: “los jueces de instrucción actúan como si fueran reyes de taifas”; y no solo eso: “los fiscales no son independientes porque pueden recibir instrucciones de superiores jerárquicos según el color político”.

No pocos de los lectores de este diario estarán de acuerdo con alegatos como los anteriores: Respecto al origen más o menos patógeno de los votos podemitas, las opiniones son tan libres como atinadas o equivocadas puedan resultar las que se viertan sobre los apoyos que reciben el resto de formaciones políticas. Por otra parte, que “la justicia es un cachondeo” lo asegura media España desde que el ahora encarcelado Pedro Pacheco hiciera famoso el aserto.

El debate sugerido no es nuevo: la independencia de jueces y tribunales, cierto es, resulta un logro imposible al cien por cien desde el mismo instante en que la justicia se imparte por hombres y mujeres que, en su condición y no por enfundarse la toga, se desembarazan por arte de magia de creencias, dogmas, influencias, apegos, aprecios, predilecciones, aversiones, resentimientos o desafectos, motivos la mayoría de ellos que les obligarían a apartarse de conocer asuntos que pongan en entredicho el único imperio al que se deben, el de la ley.

Hace dos siglos, Napoleón Bonaparte instituyó la figura del juez de instrucción, revistiéndola de independencia para investigar los delitos más graves y de poder suficiente para privar de los derechos más preciados a las personas. Tal fue la potestad que puso en sus manos que, para su desgracia, acabó reconociendo que “el hombre más poderoso de Francia no soy yo, sino el juez instructor”.

Poco antes, Montesquieu, insigne precursor del liberalismo, había desarrollado las ideas de John Locke. En “El espíritu de las leyes” se mostró admirado por las instituciones políticas inglesas, lo que le indujo a afirmar que la ley es lo más importante del Estado, elaborando finalmente la teoría de la separación de poderes.

En España, el artículo 122.3 de la Constitución señalaba y señala aún que “el CGPJ estará integrado por el Presidente del Tribunal Supremo, que lo presidirá, y por veinte miembros nombrados por el Rey por un período de cinco años. De éstos, doce entre Jueces y Magistrados de todas las categorías judiciales, en los términos que establezca la Ley Orgánica; cuatro a propuesta del Congreso de los Diputados y cuatro a propuesta del Senado, elegidos en ambos casos por mayoría de tres quintos de sus miembros, entre abogados y otros juristas, todos ellos de reconocida competencia y con más de quince años de ejercicio en su profesión”.

En 1980, la Ley Orgánica del Consejo General del Poder Judicial desarrollaba el precepto constitucional sin más interpretación que la literal: ocho miembros del CGPJ serían elegidos por las Cortes Generales y doce por los componentes del Poder Judicial.

Sin embargo, el pensador francés de la Ilustración, que había “entregado la cuchara” en 1755, no contaba con que 230 años después el gobierno le volviera a dar sepultura. Para ello se reformó la Ley Orgánica del Poder Judicial y los veinte vocales -la totalidad- pasaron a ser elegidos por las Cortes Generales mediante mayoría cualificada de 3/5.

Después, Aznar incumplió su promesa y, además, tardó seis años en abordar “su” reforma, desvirtuada y descafeinada: No fue hasta 2001 cuando se reguló la elección de los doce jueces y magistrados, por el Congreso y el Senado, seis cada uno, a partir de una terna de 36 candidatos propuestos por las asociaciones profesionales de la judicatura y por un número de jueces y magistrados que representaran, al menos el dos por ciento de los que se encontraran en activo. El “pacto por la justicia” acometido por los populares, ni acabó con el corporativismo, ni avaló la independencia del tercer poder.

Pero la contrariedad por la ausencia de independencia no viene dada tan solo por la composición del Consejo, que también, sino por la potestas de que se han revestido sus miembros para elegir discrecionalmente a la élite judicial: presidentes de sala, de secciones, de tribunales superiores o de audiencias provinciales, todo ello al mejor estilo de la “libre designación” juntera. Ahí radica el quid de la cuestión; problema, por otra parte, que se solventaría con el simple concurso de méritos reglado para los ascensos.

El uso desmesurado de poderes desorbitantes por el juez y su contrapuesto y perenne examen político resultan las dos caras de una moneda que difícilmente encontrará el equilibrio.

No puede, no debe, transcurrir una legislatura más sin resucitar a Montesquieu, para quien la libertad es producto del ordenamiento legal construido sobre la base de la separación de los poderes principales del Estado; algo, por otra parte, a lo que no están dispuestos ni los partidos tradicionales ni los de nuevo cuño, en especial Podemos que sueña (y no se esconden para decirlo) con el estricto control sobre la judicatura al más puro estilo bolivariano.


Tendrá que ser la sociedad civil quien, desde la calle, señale a sus mandatarios el camino por recorrer. Perdón, ¿qué he dicho?, ¿la sociedad... qué?



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